En inminente quiebra se hallába un buen comerciante, si no llegaba al Callao un navío con mercancías valiosas que le enviaban desde Cádiz.
El barco no llegó y llegaron sus acreedores, cobrándole una suma morrocotuda. Entonces visitó a la Virgen, pidiéndole en préstamo su corona de oro, prometiendo que para su fiesta la devolvería mejorada. Aceptó la Virgen, dejándole en prenda su sombrero.
Lo milagroso es que la Virgen la pasó ensombrerada, sin que nadie lo notara. Llegó la víspera de la fiesta y el español no aparecía. La Virgen no aguantó trampas, y para notificarlo se mostró sin corona y con sombrero. Se armó el tole-tole.
El día de la fiesta se presento por fin, con una corona superior en costo y finura, labrada en Europa por un platero genovés. El sombrero se le devolvió como reliquia.
Una mujer iba a la chirona por orden del alcalde del crimen. La Inquisición podía llevarla a la hoguera: la acusaban de robo sacrílego, al hallársele un chapincito de oro y piedras preciosas del Niño de la Virgen del Rosario.
Aducía que, estando ante la Virgen clamando ayuda, -pues era viuda, con hijos y estando medio tísica- compadecido el Niño extendió el piececito y dejó caer su chapín.
- El juez la llamó “embustera”; y ella exigió que declarasen la Virgen y el Niño.
La justicia acató legítima exigencia; y al otro día, en Santo Domingo, la esperaban el juez, el escribano y tres curas. Empezó el juez por interrogar a la Virgen, quien se portó como si la cosa no fuera con ella.
- ¡lo ves, mentirosa! -dijo el juez a la encausada.
- Pregunte al Niño. Quizás lo hizo sin permiso de ella.
El juez, sin disimular la risa, hizo la pregunta, cuando el bellísimo Niño movió el pie y dejó caer el otro chapincito. Ante maravilloso milagro quedó la mujer libre; y los curas, engreídos, le dieron una pensión de seis reales diarios.
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