Nadie alcanza a ponerse al día, el taller es un lío tremendo, duendes que van y vienen, juguetes que se fabrican y se envuelven, cartas por todos lados. De todos modos, para poder cumplir bien con todo este trabajo, los duendes están organizados en grupos y cada grupo cumple una función diferente. Algunos duendes confeccionan los juguetes o se encargan de conseguirlos ya hechos. Otros los distribuyen. Unos cuantos se dedican a leer las cartas y seleccionar los pedidos según sea niña o niño, la edad, el tipo de juguete o el regalo que quiere, etc. Estos últimos son los duendes lectores; ellos juntan la inmensa cantidad de cartas que envían todos los niños del mundo, las abren, las leen y las seleccionan para entregar a las distintas secciones, como por ejemplo, sección de juegos de computadora, de play-station, de Barbies.
Las cartas llegaban, como ya dijimos desde todo el mundo. Llegaban cartas de los niños que más tenían y también las de aquellos que no tenían tanto o tenían muy poco.
Para desgracia de nuestros duendecitos, esa Navidad hizo mucho más frío que de costumbre y la mayoría de ellos se resfrió. Todos tenían la nariz colorada, parecían Rodolfo el reno, pero versión duende. Se la pasaban estornudando, que achíz de acá, que achíz de allá, era un verdadero concierto de estornudos.
Los duendes lectores son también muy divertidos y algo traviesos, y tan cansados estaban de estornudar a cada rato que, para no aburrirse, hicieron un campeonato de estornudos. Mientras iban abriendo las cartas, hicieron dos equipos, se colocaron en los extremos de la mesa de trabajo y veían qué estornudo sonaba más fuerte y cuál hacía mover más la cartitas. A un equipo se le fue la mano y tan fuerte fueron los achices generales que todas las cartas volaron por el aire.
–¡Ay, mamita! ¿qué hicimos? –decía uno de los duendes.
–¿Cómo le diremos a Don Noel (así lo llamaban cariñosamente) que mezclamos todos los pedidos? ¿Cómo, cómo, cómo? –decía un duendecito que se caracterizaba por repetir todo muchas veces.
–Con la verdad –dijo otro–-. ¿De qué nos serviría mentir? Hicimos una travesura y debemos aceptar las consecuencias.
Así fue que hablaron con Papá Noel y le dijeron la verdad. El duendecito repetidor no paraba de pedir perdón, ¡achíz!, perdón y perdón, decía que nunca, nunca, nunca, ¡achíz! lo volvería a hacer, ¡achíz! No voy a decir que a Papá Noel le divirtió la idea de que todos los pedidos se hubiesen mezclado, pero valoró que los duendecitos le dijeran la verdad. De todas maneras, antes de dar por finalizada la charla, les dijo:
–Pues bien, amiguitos, esto les enseña que la correspondencia es algo muy serio. Jamás se juega con ella, los pedidos de los niños son sagrados para todos nosotros. Ahora deberán enmendar su error y ordenar todos los pedidos que volaron por el aire gracias a su concurso.
Los duendecitos corrieron presurosos a ordenar el lío que habían armado. Cuando volvieron a su mesa de trabajo, se dieron cuenta de que las cartas estaban por un lado y los sobres con el nombre de cada niño en otro. ¿Cómo harían para saber qué había pedido cada uno y no confundir los pedidos? No era una tarea fácil precisamente, pero ayudándose por la letra, trataron de juntar cartas y sobres, sobres y cartas.
–¡Qué difícil, qué difícil, qué difícil! ¡hachízzzzzzzzzzzz! –decía el duende repetidor, mientras se sonaba la nariz y a la vez trataba de juntar sobres y otra vez se sonaba su nariz, que ya estaba colorada.
Los duendes pasaron toda la noche juntando sobres y cartas, cartas y sobres. Pero, a pesar de su esfuerzo, se armó el cachengue, que viene a ser un lío muy, pero muy grande: muchos de los pedidos de los niños se mezclaron.
Cuando los duendes “armadores de paquetes” tomaron los pedidos, notaron que algo no andaba bien, había algunas cosas que parecían realmente extrañas y consultaron con Papá Noel.
–Fíjese, Don Noel, acá una niña de diez años nos pide una pelota Nº 5 –decía el duendecito rascándose la cabeza y moviéndola de un lado para el otro sin entender nada.
–Otra nena nos pide una camiseta de Racing –agregó otro duende, igual de confundido que el primero–. ¿No es extraño, realmente?
–Puede ser –dijo Papá Noel–, pero no se olviden de que el mundo ha cambiando mucho y con el mundo, los niños. Ahora las niñas juegan fútbol, las mamás miran partidos por la tele. ¡Vaya a saber! Los papás usan aritos, pelo largo, ¡qué se yo mi hijo! Todo ha cambiado tanto desde que empezamos con este hermoso trabajo que ya nada puede sorprenderme.
Así fue que los pedidos salieron un poco… confusos diría yo. Algunos realmente salieron exactos (los que se salvaron del concurso de estornudos, por supuesto). Los demás, en fin…, salieron como pudieron.
La noche previa a la Navidad, la de más trabajo y entusiasmo, los duendes lectores estaban muy, pero muy nerviosos, más allá de seguir, muy, pero muy resfriados.
–Se va a amar, ¡achíz! Se va a armar, se va a armar –repetía una y otra vez el duende repetidor. Estamos fritos, fritos, refritos, ¡achíz, achíz, achíz! –volvía a repetir.
–No seas pájaro de mal agüero ¡aaaaachízzzzzz! –contestaba otro duende lector–. Pensemos que no pasará nada.
–¿Vos crees que los chicos no se van a dar cuenta de que Don Noel no les lleva lo que le pidieron? Se van a enojar con él por nuestra culpa, por nuestra culpa y por nuestra culpa.
–Puede ser que tengas un poco de razón –contestó el otro duendecito mientras se miraba al espejo su nariz cada vez más colorada–. Tal vez algunos niños se desilusionen un poco, pero yo creo que si son humildes de corazón, aunque no sea el regalo que pidieron, sabrán agradecerlo igual.
–Espero que tengas razón –contestó su amigo.
Y llegó el tan ansiado día. Papá Noel cargado con los pedidos salió con su trineo conducido por sus fieles renos, entre ellos Rodolfo, que estaba un poco celoso porque ahora muchos duendes tenían la nariz igual a él.
Como todos los años, a la velocidad de la luz, tratando de no ser visto y con un amor inmenso, dejó cada paquetito bajo cada árbol de Navidad. Dejó regalos por todo el mundo, en lugares lindos, en lugares feos, en hogares ricos y en otros muy humildes, en hospitales, asilos. Allí donde había un niño, él dejo un regalito.
Cansado pero más que feliz, Papá Noel regresó por la mañana al Polo Norte. Sorprendido vio que los duendes lectores más allá de seguir sonándose la nariz, no se habían dormido.
–¿Qué hacen ustedes despiertos? –preguntó.
–¿Todo bien, Don Noel? ¿Ninguna queja, ningún enojo, ningún calcetín revoleado por ahí? –preguntaban los duendecitos nerviosos porque sabían muy bien que ciertos pedidos no habían salido como debían.
–¡Qué preguntas más raras, amiguitos. Se ve que el resfrío los tiene mal, todo en orden –contesto Papá Noel– ahora si me lo permiten, me voy a dormir, que se mejoren y ¡Feliz Navidad!
Mientras tanto, en las distintas ciudades, pueblos y calles, los niños de diferente clase y condición abrían sus paquetes, todos con idéntico entusiasmo. Al abrir los regalos, muchos vieron que no recibían lo que realmente habían pedido y no todos reaccionaron de la misma manera. Algunos de los niños que más tenían o que más acostumbrados estaban a una vida cómoda, llena de cosas y caprichos cumplidos, no podían entender cómo no recibían exactamente el juguete que habían deseado. Acostumbrados a tener todo, sufrieron una gran desilusión y se enojaron bastante porque esa vez, sus deseos no se habían cumplido tal y como ellos querían. Para ellos no fue tal vez ésa, la mejor de las Navidades.
Sin embargo, para los más humildes de corazón, también para aquellos para los cuales la vida no era ni cómoda, ni fácil, al ver que lo que estaba en el paquete no era exactamente lo que habían pedido, igual se sintieron agradecidos porque Papá Noel se había acordado de ellos y les había regalado algo.
Para ellos, igual fue una hermosa Navidad, porque sabían que lo importante no pasaba por el contenido del paquete, sino por estar rodeados del amor de su familia, que era sin duda el mayor regalo que podían llegar a desear en este mundo en Navidad y en cualquier otra época del año.
Mientras tanto, en el Polo Norte, los duendecitos lectores, entre estornudos y sonadas de nariz, por las dudas, caminaban agachaditos, ¡no fuera cosa que les revolearan algún calcetín!
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