"volare"



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"Cuento de navidad"





"AMOR PURO AMOR"

sábado, 2 de octubre de 2010

"LA ESMERALDA ENCANTADA"

Hace muchos, muchos años, hubo una vez un niño que solía jugar debajo de un gran pino cercano a su casa.

Después de cada lluvia, alrededor del árbol brotaban muchos hongos alineados en forma de círculo, que servían de asiento a un grupo de pequeños gnomos, tan chiquitos como muñequitos, pero capaces de hacer cosas maravillosas. Al poco tiempo de conocerse, el muchacho y los gnomos ya eran grandes amigos.

Francisco, que así se llamaba el niño, mantenía en secreto esa amistad, porque la gente no suele creer en los gnomos, pero se divertía mucho con ellos.

Pero llegó el invierno y el padre del muchacho decidió hacer leña ese pino. Francisco le rogó de todas formas que no cortara ese árbol, ya que era la morada de sus extraños amigos. El padre aceptó su pedido a condición de que Francisco se ocupara de conseguir la leña para la casa durante todo el invierno.

El chico pasó ese invierno trabajando muy duro, recorriendo la comarca y juntando leña para cumplir la promesa que salvaría al pino; y el padre cumplió la suya, porque así son los padres.

Llegada la primavera los gnomos se enteraron del sacrificio realizado por Francisco para salvar su viejo árbol y decidieron recompensarlo regalándole una cadena de oro con una gran esmeralda.

Esta piedra -le dijeron- tiene poderes mágicos que te darán toda la felicidad; mientras la lleves en el cuello serás amado, conseguirás para ti todo lo que quieras y llegarás a ser inmensamente rico. Para el resto de los hombres sólo será una piedra; muy valiosa, pero sin esos poderes.

Muy pronto Francisco comprobó la verdad de esas palabras: tenía cuanto deseaba y todo lo que emprendía le salían bien sin ningún esfuerzo, aunque como no ambicionaba riquezas, poco uso le daba a su esmeralda encantada.

Pero ese verano hubo una gran sequía y el hambre se apoderó de hombres y animales, porque se perdieron todas las cosechas.

Francisco intentó solucionar esos males con su piedra encantada, pero todo fue en vano; sus poderes sólo actuaban para él, pero no para los demás. Podría salvarse del hambre y la miseria, pero nunca ayudar a sus semejantes.

Rápidamente corrió hasta la ciudad más cercana, vendió la piedra por la cual le dieron una fortuna, y volvió a su comarca con una enorme carreta cargada de alimentos, ropas y hasta grano para los animales. Para que nadie se enterara de que había sido él quien trajera todo eso, lo fue dejando frente a las casas de noche sin que lo vieran.

A la mañana siguiente todos encontraron los grandes paquetes frente a sus puertas y fue como un día de reyes. Hubo alegría y alivio, aunque nadie sabía a quién darle las gracias.

Pero Francisco estaba preocupado porque tendría que confesar a sus amigos, los gnomos, que se había desprendido de la maravillosa piedra que le regalaran.

Lo hizo con un poco de miedo, pensando que se enojarían.

Pero los gnomos comprendieron que Francisco no necesitaba una piedra encantada para ser feliz, le bastaba con su propia bondad. Por eso le hicieron otro obsequio para que llevara en su cuello; esta vez le dieron un humilde pañuelo, ajustado con un pequeño anillo, echo con un hueso de caracú.

Ese pañuelo -tan parecido al que usan los escuchas- le recordaría siempre que de nada valen las riquezas ni la propia felicidad cuando no se las puede compartir, que lo que se consigue sin esfuerzo carece de verdadero valor y que el amor al prójimo es la mayor alegría que alguien puede gozar, porque no hay felicidad mas linda que dar felicidad.

"LA PRINCESA Y EL ENANO"

Había una vez una princesa que vivía en un palacio muy grande.

El día en que cumplía trece años hubo una gran fiesta, con trapecistas, magos, payasos... pero la princesa se aburría.

Entonces, apareció un enano, un enano muy feo que daba brincos y hacía piruetas en el aire.

El enano fue todo un acontecimiento.

"Bravo, bravo" decía la princesa aplaudiendo y sin dejar de reír, y el enano, contagiado de su alegría, saltaba y saltaba, hasta que cayó al suelo rendido.

"Sigue saltando, por favor" dijo la princesa.

Pero el enano ya no podía más.

La princesa se puso triste y se retiró a sus aposentos...

Al rato, el enano, orgulloso de haber agradado a la princesa, decidió ir a buscarla, convencido de que ella se iría a vivir con él al bosque.

"Ella no es feliz aquí" pensaba el enano.

"Yo la cuidaré y la haré reír siempre".

El enano recorrió el palacio, buscando la habitación de la princesa, pero al llegar a uno de los salones vio algo horrible.

Ante él había un monstruo que lo miraba con ojos torcidos y sanguinolentos, con unas manos peludas y unos pies enormes.

El enano quiso morirse cuando se dio cuenta de que aquel monstruo era él mismo, reflejado en un espejo.

En ese momento entró la princesa con su séquito.

"¡Ah estas aquí, qué bien! Baila otra vez para mí, por favor".

Pero el enano estaba tirado en el suelo y ya no se movía.

El médico de la corte se acercó a él y le tomó el pulso.

"Ya no bailará más para vos, princesa" le dijo.

"¿Por qué?" preguntó la princesa.

"Porque se le ha roto el corazón".

Y la princesa contestó:

"De ahora en adelante, que todos los que vengan a palacio no tengan corazón".

viernes, 1 de octubre de 2010

"LOS TRES ENANITOS DEL BOSQUE"

Éranse un hombre que había perdido a su mujer, y una mujer a quien se le había muerto el marido. El hombre tenía una hija, y la mujer, otra. Las muchachas se conocían y salían de paseo juntas; de vuelta solían pasar un rato en casa de la mujer. Un día, ésta dijo a la hija del viudo:

-Di a tu padre que me gustaría casarme con él. Entonces, tú te lavarías todas las mañanas con leche y beberías vino; en cambio, mi hija se lavaría con agua, y agua solamente bebería.

De vuelta a su casa, la niña repitió a su padre lo que le había dicho la mujer. Dijo el hombre:

-¿Qué debo hacer? El matrimonio es un gozo, pero también un tormento.

Al fin, no sabiendo qué partido tomar, se quito un zapato y dijo:

-Coge este zapato, que tiene un agujero en la suela. Llévalo al desván, cuélgalo del clavo grande y échale agua dentro. Si retiene el agua, me casaré con la mujer; pero si el agua se sale, no me casaré.

Cumplió la muchacha lo que le había mandado su padre; pero el agua hinchó el cuero y cerró el agujero, y la bota quedó llena hasta el borde. La niña fue a contar a su padre lo ocurrido. Subió éste al desván, y viendo que su hija había dicho la verdad, se dirigió a casa de la viuda para pedirla en matrimonio. Y se celebró la boda.

A la mañana siguiente, al levantarse las dos muchachas, la hija del hombre encontró preparada leche para lavarse y vino para beber, mientras que la otra no tenía sino agua para lavarse y para beber. Al día siguiente encontraron agua para lavarse y agua para beber, tanto la hija de la mujer como la del hombre. Y a la tercera mañana, la hija del hombre encontró agua para lavarse y para beber, y la hija de la mujer, leche para lavarse y vino para beber; y así continuaron las cosas en adelante. La mujer odiaba a su hijastra mortalmente e ideaba todas las tretas para tratarla peor cada día. Además, sentía envidia de ella porque era hermosa y amable, mientras que su hija era fea y repugnante. Un día de invierno, en que estaban nevados el monte y el valle, la mujer confeccionó un vestido de papel y, llamando a su hijastra, le dijo:

-Toma, ponte este vestido y vete al bosque a llenarme este cesto de fresas, que hoy me apetece comerlas.

-¡Santo Dios! -exclamó la muchacha-. Pero si en invierno no hay fresas; la tierra está helada y la nieve lo cubre todo. ¿Y por qué debo ir vestida de papel? Afuera hace un frío que hiela el aliento; el viento se entrará por el papel, y los espinos me lo desgarrarán.

-¿Habrase visto descaro? -exclamó la madrastra-. ¡Sal enseguida y no vuelvas si no traes el cesto lleno de fresas!

Y le dio un mendrugo de pan seco, diciéndole:

-Es tu comida de todo el día.

Pensaba la mala bruja: «Se va a morir de frío y hambre, y jamás volveré a verla».

La niña, que era obediente, se puso el vestido de papel y salió al campo con la cestita. Hasta donde alcanzaba la vista todo era nieve; no asomaba ni una brizna de hierba. Al llegar al bosque descubrió una casita con tres enanitos que miraban por la ventana. Les dio los buenos días y llamó discretamente a la puerta. Ellos la invitaron a entrar, y la muchacha se sentó en el banco, al lado del fuego, para calentarse y comer su desayuno. Los hombrecillos suplicaron:

-¡Danos un poco!

-Con mucho gusto -respondió ella- y, partiendo su mendrugo de pan, les ofreció la mitad.

Le preguntaron entonces los enanitos:

-¿Qué buscas en el bosque, con tanto frío y con este vestido tan delgado?

-¡Ay! -respondió ella-, tengo que llenar este cesto de fresas, y no puedo volver a casa hasta que lo haya conseguido.

Terminado su pedazo de pan, los enanitos le dieron una escoba, y le dijeron:

-Ve a barrer la nieve de la puerta trasera.

Al quedarse solos, los hombrecillos celebraron consejo:

-¿Qué podríamos regalarle, puesto que es tan buena y juiciosa y ha repartido su pan con nosotros?

Dijo el primero:

-Pues yo le concedo que sea más bella cada día.

El segundo:

-Pues yo, que le caiga una moneda de oro de la boca por cada palabra que pronuncie.

Y el tercero:

-Yo haré que venga un rey y la tome por esposa.

Mientras tanto, la muchacha, cumpliendo el encargo de los enanitos, barría la nieve acumulada detrás de la casa. Y, ¿qué creen que encontró? Pues unas magníficas fresas maduras, rojas, que asomaban por entre la nieve. Muy contenta, llenó la cestita y, después de dar las gracias a los enanitos y estrecharles la mano, se dirigió a su casa, para llevar a su madrastra lo que le había encargado. Al entrar y decir «buenas noches», le cayeron de la boca dos monedas de oro. Se puso entonces a contar lo que le había sucedido en el bosque, y he aquí que a cada palabra le iban cayendo monedas de la boca, de manera que al poco rato todo el suelo estaba lleno de ellas.

-¡Qué petulancia! -exclamó la hermanastra-. ¡Tirar así el dinero!

Mas por dentro sentía una gran envidia, y quiso también salir al bosque a buscar fresas. Su madre se oponía:

-No, hijita, hace muy mal tiempo y podrías enfriarte.

Mas como ella insistiera y no la dejara en paz, cedió al fin, le cosió un espléndido abrigo de pieles y, después de proveerla de bollos con mantequilla y pasteles, la dejó marchar.

La muchacha se fue al bosque, encaminándose directamente a la casita. Vio a los tres enanitos asomados a la ventana, pero ella no los saludó y, sin preocuparse de ellos ni dirigirles la palabra siquiera, penetró en la habitación, se acomodó junto a la lumbre y empezó a comerse sus bollos y pasteles.

-Danos un poco -le pidieron los enanitos-; pero ella respondió:

-No tengo bastante para mí, ¿cómo voy a repartirlo con ustedes? Terminado que hubo de comer, le dijeron los enanitos:

-Ahí tienes una escoba, ve a barrer afuera, frente a la puerta de atrás.

-Barran ustedes -replicó ella-, que yo no soy su criada.

Viendo que no hacían ademán de regalarle nada, salió afuera, y entonces los enanitos celebraron un nuevo consejo:

-¿Qué le daremos, ya que es tan grosera y tiene un corazón tan codicioso que no quiere desprenderse de nada?

Dijo el primero:

-Yo haré que cada día se vuelva más fea.

Y el segundo:

-Pues yo, que a cada palabra que pronuncie le salte un sapo de la boca.

Y el tercero:

-Yo la condeno a morir de mala muerte.

La muchacha estuvo buscando fresas afuera, pero no halló ninguna y regresó malhumorada a su casa. Al abrir la boca para contar a su madre lo que le había ocurrido en el bosque, he aquí que a cada palabra le saltaba un sapo, por lo que todos se apartaron de ella asqueados. Ello no hizo más que aumentar el odio de la madrastra, quien sólo pensaba en los medios para atormentar a la hija de su marido, cuya belleza era mayor cada día.

Finalmente, cogió un caldero y lo puso al fuego, para cocer lino. Una vez cocido, lo colgó del hombro de su hijastra, dio a ésta un hacha y le mandó que fuese al río helado, abriera un agujero en el hielo y aclarase el lino. La muchacha, obediente, se dirigió al río y se puso a golpear el hielo para agujerearlo. En eso estaba cuando pasó por allí una espléndida carroza en la que viajaba el Rey. Éste mandó detener el coche y preguntó:

-Hija mía, ¿quién eres y qué haces?

-Soy una pobre muchacha y estoy aclarando este lino.

El Rey, compadecido y viéndola tan hermosa, le dijo:

-¿Quieres venirte conmigo?

-¡Oh sí, con toda mi alma! -respondió ella, contenta de librarse de su madrastra y su hermanastra.

Montó, pues, en la carroza, al lado del Rey, y, una vez en la Corte, se celebro la boda con gran pompa y esplendor, tal como los enanitos del bosque habían dispuesto para la muchacha.

Al año, la joven reina dio a luz un hijo, y la madrastra, a cuyos oídos habían llegado las noticias de la suerte de la niña, se encamino al palacio acompañada de su hija, con el pretexto de hacerle una visita.

Como fuera que el Rey había salido y nadie se hallaba presente, la malvada mujer agarró a la Reina por la cabeza mientras su hija la cogía por los pies, y, sacándola de la cama, la arrojaron por la ventana a un río que pasaba por debajo. Luego, la vieja metió a su horrible hija en la cama y la cubrió hasta la cabeza con las sábanas. Al regresar el Rey e intentar hablar con su esposa, le detuvo la vieja:

-¡Silencio, silencio! Ahora no; está con un gran sudor, déjela tranquila por hoy.

El Rey, no recelando nada malo, se retiró. Volvió al día siguiente y se puso a hablar a su esposa. Al responderle la otra, a cada palabra le saltaba un sapo, cuando antes lo que caían siempre eran monedas de oro. Al preguntar el Rey qué significaba aquello, la madrastra dijo que era debido a lo mucho que había sudado, y que pronto le pasaría.

Aquella noche, empero, el pinche de cocina vio un pato que entraba nadando por el sumidero y que decía:

«Rey, ¿qué estás haciendo?

¿Velas o estás durmiendo?»

Y, no recibiendo respuesta alguna, prosiguió:

«¿Y qué hace mi gente?»

A lo que respondió el pinche de cocina:

«Duerme profundamente».

Siguió el otro preguntando:

«¿Y qué hace mi hijito?»

Contestó el cocinero:

«Está en su cuna dormidito».

Tomando entonces la figura de la Reina, subió a su habitación y le dio de mamar; luego le mullo la camita y, recobrando su anterior forma de pato, se marcho nuevamente nadando por el sumidero. Las dos noches siguientes volvió a presentarse el pato, y a la tercera dijo al pinche de cocina:

-Ve a decir al Rey que coja la espada, salga al umbral y la blanda por tres veces encima de mi cabeza.

Así lo hizo el criado, y el Rey, saliendo armado con su espada, la blandió por tres veces sobre aquel espíritu, y he aquí que a la tercera se levanto ante él su esposa, bella, viva y sana como antes.

El Rey sintió en su corazón una gran alegría; pero guardó a la Reina oculta en un aposento hasta el domingo, día señalado para el bautizo de su hijo. Ya celebrada la ceremonia, preguntó:

-¿Qué se merece una persona que saca a otra de la cama y la arroja al agua?

-Pues, cuando menos -respondió la vieja-, que la metan en un tonel erizado de clavos puntiagudos y, desde la cima del monte, lo echen a rodar hasta el río.

A lo que replicó el Rey:

-Has pronunciado tu propia sentencia -y, mandando traer un tonel como ella había dicho, hizo meter en él a la vieja y a su hija, y, después de clavar el fondo, lo hizo soltar por la ladera, por la que bajó rodando y dando tumbos hasta el río.

"EL FÉRETRO DE CRISTAL"

Nadie diga que un pobre sastre no puede llegar lejos ni alcanzar altos honores. Basta para ello que acierte con la oportunidad, y esto es lo principal, que tenga suerte.

Un oficialillo gentil e ingenioso de esta clase, se marchó un día a correr mundo. Llegó a un gran bosque, para él desconocido, y se extravió en su espesura. Cerró la noche y no tuvo más remedio que buscarse un cobijo en aquella espantosa soledad. Cierto que habría podido encontrar un mullido lecho en el blando musgo; pero el miedo a las fieras no lo dejaba tranquilo y, al fin, se decidió a trepar a un árbol para pasar en él la noche. Escogió un alto roble y subió hasta la copa, dando gracias a Dios por llevar encima su plancha, ya que, de otro modo, el viento, que soplaba entre las copas de los árboles, se lo habría llevado volando.

Pasó varias horas en completa oscuridad, entre temblores y zozobras, hasta que, al fin, vio a poca distancia el brillo de una luz. Suponiendo que se trataba de una casa que le ofrecería un refugio mejor que el de las ramas de un árbol, bajó cautelosamente y se encaminó hacia el lugar de donde venía la luz. Se encontró con una cabaña construida de cañas y juncos trenzados. Llamó animosamente, se abrió la puerta y al resplandor de la lámpara vio a un viejecito de canos cabellos que llevaba un vestido hecho de retales de diversos colores.

-¿Quién eres y qué quieres? - le preguntó el vejete con voz estridente.

-Soy un pobre sastre -respondió él - a quien ha sorprendido la noche en el bosque. Le ruego encarecidamente que me dé alojamiento en su choza hasta mañana.

-¡Sigue tu camino! -replicó el viejo de mal talante-. No quiero tratos con vagabundos. Búscate acomodo en otra parte.

Y se disponía a cerrar la puerta; pero el sastre lo agarró por el borde del vestido y le suplicó con tanta vehemencia, que, al fin, el hombrecillo, que en el fondo no era tan malo como parecía, se ablandó y lo acogió en la choza; le dio de comer y le preparó un buen lecho en un rincón.

No necesitó el cansado sastre que lo mecieran y durmió con un dulce sueño hasta muy entrada la mañana; y sabe Dios a qué hora se habría despertado de no haber sido por un gran alboroto de gritos y mugidos que resonó de repente a través de las endebles paredes de la choza. Sintiendo nacer en su alma un inesperado valor, se levantó de un salto, se vistió a toda prisa y salió fuera. Allí vio, muy cerca de la cabaña, que un enorme toro negro y un magnífico ciervo se hallaban enzarzados en furiosa pelea. Se acometían mutuamente con tal fiereza que el suelo retemblaba con su pataleo y vibraba el aire con sus gritos. Durante largo rato estuvo indecisa la victoria, hasta que, al fin, el ciervo hundió la cornamenta en el cuerpo de su adversario, éste se desplomó con un horrible rugido y fue rematado por el ciervo a cornadas.

El sastre, que había asistido, asombrado, a la batalla, permanecía aún inmóvil cuando el ciervo, corriendo a grandes saltos hacia él, sin darle tiempo de huir, lo ahorquilló con su poderosa cornamenta.

No pudo el hombre entregarse a largas reflexiones, pues el animal, en desenfrenada carrera, lo llevaba campo a través, por montes y valles, prados y bosques. Agarrándose firmemente a los extremos de la cuerna se abandonó al destino. Tenía la impresión de estar volando. Al fin se detuvo el ciervo ante un muro de roca y depositó suavemente al sastre en el suelo. Éste, más muerto que vivo, recobró sus sentidos al cabo de mucho rato. Cuando estaba ya, hasta cierto punto, en sus cabales, vio que el ciervo embestía con gran furia contra una puerta que había en la roca y que se abrió bruscamente. Por el hueco salieron grandes llamaradas, seguidas de un denso vapor que ocultó el ciervo a sus ojos. No sabía el hombre qué hacer ni adonde dirigirse para escapar de aquellas soledades y hallarse de nuevo entre los hombres. Estaba indeciso y atemorizado cuando oyó una voz que salía de la roca y le decía:

-Entra sin temor, no sufrirás daño alguno.

El sastre vaciló unos momentos, hasta que, impulsado por una fuerza misteriosa, avanzó, obedeciendo el dictado de la voz. A través de una puerta de hierro llegó a una espaciosa sala, cuyo techo, paredes y suelo eran de sillares brillantemente pulimentados, en cada uno de los cuales estaba grabado un signo indescifrable. Lo contempló todo con muda admiración, y ya se disponía a salir cuando se oyó nuevamente la voz misteriosa:

-Ponte sobre la piedra que hay en el centro de la sala; te espera una gran dicha.

Tanto se había envalentonado nuestro hombre, que ya no vaciló en seguir las instrucciones de la voz. La piedra empezó a ceder bajo sus pies y fue hundiéndose lentamente tierra adentro. Cuando se detuvo, el sastre miró a su alrededor y vio que se encontraba en otra sala, de dimensiones iguales a la primera; pero en ella había más cosas dignas de ser consideradas y admiradas. En las paredes había huecos a modo de nichos que contenían vasijas de transparente cristal, llenas de esencias de color o de un humo azulado. En el suelo, colocadas frente a frente, se veían dos grandes urnas de cristal, que en seguida atrajeron su atención. Al acercarse a una de ellas pudo contemplar en su interior un hermoso edificio, semejante a un palacio, rodeado de cuadras, graneros y otras dependencias. Todo era en miniatura, pero sutil y delicadamente labrado, como obra de un hábil artífice.

Seguramente habría continuado sumido en la contemplación de aquella magnificencia, de no haberse dejado oír de nuevo la voz, invitándolo a volverse y mirar la otra urna de cristal.

¡Cuál sería su asombro al ver en ella a una muchacha de divina belleza! Parecía dormida, y su larguísima cabellera rubia la envolvía como un precioso manto. Tenía cerrados los ojos, pero el color sonrosado de su rostro y una cinta que se movía al compás de su respiración, no permitía dudar de que vivía. Contemplaba el sastre a la hermosa doncella de palpitante corazón, cuando de pronto abrió ella los ojos y, al distinguir al mozo, prorrumpió en un grito de alegría:

-¡Santo cielo! ¡Ha llegado la hora de mi liberación! ¡De prisa, de prisa, ayúdame a salir de esta cárcel! Si descorres el cerrojo de este féretro de cristal, quedaré desencantada.

Obedeció el sastre sin titubear; levantó ella la tapa de cristal, salió del féretro y corrió a un ángulo de la sala, donde se cubrió con un amplio manto. Sentándose luego sobre una piedra, llamó a su lado al joven y, después de besarlo en señal de amistad, le dijo:

-¡Libertador mío, por quien tanto tiempo estuve suspirando! El bondadoso cielo te ha enviado para poner término a mis sufrimientos. El mismo día en que ellos terminan, empieza tu dicha. Tú eres el esposo que me ha destinado el cielo. Querido de mí y rebosante de todos los terrenales bienes, vivirás colmado de alegrías hasta que suene la hora de tu muerte. Siéntate, y escucha el relato de mis desventuras:

«Soy hija de un opulento conde. Mis padres murieron siendo yo aún muy niña, y en su testamento me confiaron a la tutela de mi hermano mayor, quien cuidó de mi educación. Nos queríamos tiernamente, y marchábamos tan acordes en todos nuestros pensamientos e inclinaciones, que tomamos la resolución de no casarnos jamás y vivir juntos hasta el término de nuestros días. Nunca faltaban visitantes en nuestra casa: vecinos y forasteros acudían a menudo y a todos les dábamos espléndida hospitalidad.

«Un anochecer llegó a caballo, a nuestro castillo, un extranjero que nos pidió alojamiento para la noche, pues no podía ya seguir hasta el próximo pueblo. Atendimos su ruego con la cortesía del caso, y durante la cena nos entretuvo con su charla y sus relatos. Mi hermano se sintió tan a gusto en su compañía que le rogó se quedase con nosotros un par de días, a lo cual accedió él después de oponer algunos reparos. Nos levantamos de la mesa ya muy avanzada la noche, asignamos una habitación al forastero, y yo, sintiéndome cansada, me fui a pedir descanso a las blandas plumas. Empezaba a adormecerme cuando me desvelaron los acordes de una música delicada y melodiosa.

No sabiendo de dónde venía, quise llamar a mi doncella, que dormía en una habitación contigua. Pero con gran asombro me di cuenta de que, como si oprimiera mi pecho una horrible pesadilla, estaba privada de la voz y no conseguía emitir el menor sonido. Al mismo tiempo, a la luz de la lámpara, vi entrar al extranjero en mi aposento, pese a estar cerrado sólidamente con doble puerta. Acercándoseme, me dijo que, valiéndose de la virtud mágica de que estaba dotado, había producido aquella hermosa música para mantenerme despierta, y ahora venía, sin que fuesen obstáculo las cerraduras, a ofrecerme su corazón y su mano.

«Pero mi repugnancia por sus artes diabólicas era tan grande que ni me digné contestarle. Permaneció él un rato inmóvil, de pie, sin duda esperando una respuesta favorable; pero al ver que yo persistía en mi silencio, me declaró, airado, que hallaría el medio de vengarse y castigar mi soberbia, después de lo cual volvió a salir de la estancia.

«Pasé la noche agitadísima, sin poder conciliar el sueño hasta la madrugada. Al despertarme, corrí en busca de mi hermano para contarle lo sucedido; pero no lo encontré en su habitación. Su criado me dijo que, al apuntar el día, había salido de caza con el forastero.

«Agitada por sombríos presentimientos me vestí a toda prisa, mandé ensillar mi jaca y, seguida de un criado, me dirigí al galope hacia el bosque. El caballo de mi criado tropezó y se rompió una pata, por lo que el hombre no pudo acompañarme mientras yo proseguía mi ruta sin detenerme. A los pocos minutos vi al forastero, que se dirigía hacia mí conduciendo un hermoso ciervo atado de una cuerda. Sintiendo en mí pecho una ira irrefrenable, saqué una pistola y la disparé contra el monstruo; pero la bala rebotó en su pecho y fue a herir la cabeza de mi jaca. Caí al suelo y el extranjero murmuró unas palabras que me dejaron sin sentido.

«Al volver en mí, me encontré en esta fosa subterránea, encerrada en este ataúd de cristal. Volvió a presentarse el brujo y me comunicó que mí hermano estaba transformado en ciervo; mi palacio reducido a miniatura con todas sus dependencias y recluido en esta arca de cristal, y mis gentes convertidas en humo y aprisionadas en frascos de vidrio. Si yo accedía a sus pretensiones, le sería facilísimo volverlo todo a su estado primitivo. No tenía más que abrir los frascos y las urnas, y todo recobraría su condición y forma naturales. Yo no le respondí, como la vez anterior, y entonces él desapareció, dejándome en mi prisión, donde quedé sumida en profundo sueño. Entre las visiones que pasaron por mi alma hubo una, consoladora: la de un joven que venía a rescatarme. Y hoy, al abrir los ojos, te he visto, y así se ha trocado el sueño en realidad. Ayúdame ahora a efectuar las demás cosas que sucedieron en mi sueño: lo primero es colocar sobre aquella gran losa el arca de cristal que contiene mi palacio».

No bien gravitó sobre la piedra el peso del arca, empezó a elevarse, arrastrando a la doncella y al mozo, y por la abertura del techo llegó a la superior, desde la cual les fue fácil salir al aire libre. Allí la muchacha abrió la tapa y fue maravilloso presenciar cómo se agrandaban rápidamente el palacio, las casas y las dependencias, hasta alcanzar sus dimensiones naturales. Volviendo luego a la bóveda subterránea, cargaron sobre la piedra los frascos llenos de esencias y vapores, y en cuanto la doncella los hubo destapado, salieron de ellos el humo azul, transformándose en personas vivientes, en quienes la condesita reconoció a sus criados y servidores. Y su alegría llegó al colmo cuando el hermano, que, siendo ciervo había dado muerte al brujo en figura de toro, se les presentó viniendo del bosque. Aquel mismo día la doncella, cumpliendo su promesa, dio al venturoso sastre su mano ante el altar.

"YORINDA Y YORINGUEL"

Erase una vez un viejo castillo que estaba situado en un inmenso y espeso bosque. Vivía en él, completamente sola, una vieja bruja. De día tenía la figura de una lechuza o de gato, pero por la noche volvía a recuperar su forma humana.

Todo el que se acercaba a cien pasos del castillo quedaba detenido, sin poder moverse del lugar hasta el día en que ella se lo permitía. Y siempre que entraba en aquel pequeño círculo una doncella, la bruja la convertía en pájaro, la metía en una cesta y la guardaba en una de las salas del castillo. Así había llegado a tener unas siete mil cestas de esta clase.

Yorinda, la más bella doncella de aquellos contornos, era novia de un joven muy apuesto, que tenía por nombre Yoringuel. Para poder hablar a solas, se fueron un día a pasear por el bosque.

__¡Guardarte bien -dijo Yoringuel- de acercarte demasiado al castillo.

Atardecía..., de pronto, Yorinda empezó a llorar, se sentó al sol y vio como Yoringuel también lloraba. Los dos se sentían extrañamente angustiados, como si presintieran la proximidad de la muerte.

El sol se ocultaba; sólo la mitad de su disco sobresalía de la cima de la montaña cuando Yoringuel, aterrorizado sintió una angustia de muerte, mientras Yorinda cantaba:

__"Mi pajarillo del rojo anillo

canta tristeza, tristeza, tristeza.

Canta la muerte a su pichoncillo.

Canta tristeza. ¡Tirit, tirit, tirit!"

Yoringuel se volvió a mirar a Yorinda. La doncella se había convertido en un ruiseñor y cantaba:

__"Tirit, tirit".

Una lechuza de ojos rojos pasó tres veces volando sobre sus cabezas, gritando cada vez:

__"Chu-chu, ju-ju".

Yoringuel se sentía como petrificado, sin poder llorar, hablar, ni mover manos ni pies.

El sol acabó de esconderse, la lechuza volvió a su arbusto, e inmediatamente salió de entre el follaje una vieja encorvada, flaca y macilenta, de grandes ojos encarnados y corva nariz que casi tocaba la puntiaguda barbilla. Refunfuñando, cogió al ruiseñor y se lo llevó.

Yoringuel no podía pronunciar palabra alguna ni moverse del lugar en que estaba fijo. El ruiseñor había desaparecido. Por fin volvió la bruja y, con voz sorda, dijo:

____¡Hola, Zaquiel! Cuando brille la luna en su cestita, desátalo, Zequiel.

Y Yoringuel quedó desencantado. Se puso a los pies de la vieja pidiéndole que le devolviese a su Yorinda. Pero ella respondió que jamás volvería a verla, y desapareció. El joven lloró, clamó y se lamentó, pero todo fue envano.

__"¿Qué será de mí?"--se decía.

Anduvo a la ventura y al fin llegó a un pueblo desconocido, en el que vivió durante mucho tiempo, trabajando como pastor de ovejas. Muchas veces iba a merodear por los alrededores del castillo, pero sin aventurarse nunca a acercarse demasiado. Una noche soñó que encontraba una flor roja como la sangre. Arrancó la flor y se dirigió con ella hacia el castillo. Todo lo que tocaba con la flor quedaba al momento desencantado; al fin recuperaba también a su Yorinda.

Al levantarse por la mañana se puso a buscar por montes y valles la flor hasta que la encontró. La cortó y la llevó al castillo. Cuando ya estaba a cien pasos del viejo caserón no se quedó petrificado como temía, sino que pudo continuar hasta la puerta. Muy contento, tocó con la flor la verja y ésta se abrió sin dificultad. Al entrar en la sala de las cestas vio como la bruja daba de comer a sus siete mil pájaros.

Al ver la vieja a Yoringuel, se encolerizó terriblemente, y se puso a insultarle y a maldecirle; pero no podía acercársele. El, sin hacerle caso, se dirigió a las cestas que contenían los pájaros.

Pero entre tantos centenares de ruiseñores ; ¿cómo iba a reconocer a su Yorinda? Mientras seguía buscando, observó que la vieja se llevaba disimuladamente una cesta, y con ella se encaminaba hacia la puerta. Precipitándose sobre la bruja, tocó con la flor la cesta y al mismo tiempo a la bruja, la cual perdió en el acto todo su poder de brujería, mientras reaparecía Yorinda, tan hermosa como antes.

Yoringuel la apretó tiernamente contra su corazón. Después fueron tocando con la flor cada una de las cestitas, liberando a todas las doncellas que la bruja había convertido en ruiseñores.

De la mano, Yorinda y Yoringuel dejaron el castillo y regresaron a su aldea. Luego se casaron y vivieron felices muchos años.

"MUÑECA DE TRAPO"



"Muñeca de trapo,

bella cuando era nueva

hoy tirada en un rincón

con lazos descoloridos

ojos de un triste mirar.


¿Quién en ese estado te dejo?

¿Quién tu belleza no supo valorar?

¿Quién te dejo tirada en un rincón?

¿Quién rompió tu corazón

muñeca de triste mirar?

Vestida de tul raído por el uso

mejillas coloradas,

aun estando abandonada

quizá por vergüenza

de estar botada en un rincón.

Ya tu dueña te dejo

por otra muñeca nueva

¿De qué sirve quejarse

del destino que te toco?

¿muñeca de triste mirar?.

Esa era la queja de una muñeca de trapo, cuando vio que su dueña la cambio por una muñeca nueva y la dejo en un desván, era una muñeca de ojos verdes y una mirada que destrozaba el corazón, tenia las trenzas desechas, el vestido sucio, descalza pero aun así conservaba su belleza. Pero pasado los años, cuando su dueña, que ya era toda una señorita, al limpiar el desván la encontró y recordó lo feliz que fue con aquella muñeca, dijo: ¡Así como yo fui feliz contigo, así que sea feliz otra niña!, la tomo entre sus manos , lavo a la muñeca, la peino y le puso lazos nuevos en sus trenzas, cambio el vestido viejo por otro nuevo y le puso zapatitos de gamuza. La llevo a un orfelinato para donarlo, pasado un tiempo en el cumpleaños de una niña abandonada, fue envuelta en papel de regalo, la muñeca quedo a oscuras hasta que escucho la voz de su nueva dueña, una niña inocente de cinco años, feliz de tener una muñeca de trapo, desde aquel día la muñeca de triste mirar, tenía el corazón contento porque aprendió que su destino era hacer feliz a las niñas sin importar que cuando crezcan la abandonen en un rincón.

Este cuento es mi aporte a la niñez espero que sea del gusto de ellos. No soy escritora pero es lo que me nace y lo pongo en estas lineas. (Ana Salazar)

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