A una palomita se le quebró la patita y un ángel del cielo le puso otra de cera; pero, cuando se apoyó sobre una piedra recalentada por el sol, a la palomita se le derritió la patita.
__Piedra, ¿tan valiente eres que derrites mi patita? --protestó la palomita.
Y la piedra respondió :
__Más valiente es el sol que me calienta.
Entonces, la doliente palomita se fue donde el sol para preguntarle y reprocharle también :
__Dime sol todopoderoso, ¿tan valiente eres que calientas la piedra, la piedra que derritió mi patita?
Y el sol le respondió de inmediato :
__Más valiente es la nube que me tapa.
Entonces, voló la palomita a preguntarle a la nube :
__Nube, ¿tan valiente eres que tapas el sol, el sol que calienta la piedra, la piedra que derritió mi patita? -
Y la nube dijo:
__Más valiente es el viento que me empuja.
Por lo que se fue la palomita a preguntarle al viento :
__Dime viento, ¿tan valiente eres que empujas a la nube, la nube que tapa al sol, el sol que calienta la piedra, la piedra que derritió mi patita?
Y de inmediato, el viento respondió :
__Más valiente es la pared que se resiste a mi fuerza.
Entonces, la palomita le preguntó a la pared :
__Pared, ¿tan valiente eres que resistes al viento, al viento que empuja la nube, la nube que tapa el sol, el sol que calienta la piedra, la piedra que derritió mi patita?
Y la pared respondió :
__Más valiente es el ratón que me hace huecos.
Y la palomita buscó presurosa al ratón para hacerle la correspondiente pregunta.
El ratón respondió que era más valiente el gato, porque se lo comía a él; el gato, que era más valiente el perro, que lo hacía huir; el perro, que era más valiente el hombre, que lo sometía a su dominio; y el hombre dijo que el más valiente era Dios, que dominaba a todas las criaturas del universo.
Y cuando esto oyó la palomita, se fue a buscar a Dios para alabarlo y bendecirlo; y Dios, que ama a todas sus criaturas, --Hasta a la más chiquita-- acarició a la palomita; y con sólo quererlo le puso una patita nueva con huesito, pellejito, uñitas y todo. Y colorín colorado, el cuento se ha acabado.
"Cuento de navidad"
"AMOR PURO AMOR"
sábado, 11 de septiembre de 2010
viernes, 10 de septiembre de 2010
....."LA REINA DE LAS ABEJAS"
Dos príncipes, hijos de un rey, partieron un día en busca de aventuras y se entregaron a una vida disipada y licenciosa, por lo que no volvieron a aparecer por su casa. El hijo tercero, al que llamaban «El bobo», púsose en camino, en busca de sus hermanos. Cuando, por fin, los encontró, se burlaron de él. ¿Cómo pretendía, siendo tan simple, abrirse paso en el mundo cuando ellos, que eran mucho más inteligentes, no lo habían conseguido?
Partieron los tres juntos y llegaron a un nido de hormigas. Los dos mayores querían destruirlo para divertirse viendo cómo los animalitos corrían azorados para poner a salvo los huevos; pero el menor dijo:
- Dejad en paz a estos animalitos; no sufriré que los molestéis.
Siguieron andando hasta llegar a la orilla de un lago, en cuyas aguas nadaban muchísimos patos. Los dos hermanos querían cazar unos cuantos para asarlos, pero el menor se opuso:
- Dejad en paz a estos animales; no sufriré que los molestéis.
Al fin llegaron a una colmena silvestre, instalada en un árbol, tan repleta de miel, que ésta fluía tronco abajo. Los dos mayores iban a encender fuego al pie del árbol para sofocar los insectos y poderse apoderar de la miel; pero «El bobo» los detuvo, repitiendo:
- Dejad a estos animales en paz; no sufriré que los queméis.
Al cabo llegaron los tres a un castillo en cuyas cuadras había unos caballos de piedra, pero ni un alma viviente; así, recorrieron todas las salas hasta que se encontraron frente a una puerta cerrada con tres cerrojos, pero que tenía en el centro una ventanilla por la que podía mirarse al interior. Veíase dentro un hombrecillo de cabello gris, sentado a una mesa. Llamáronlo una y dos veces, pero no los oía; a la tercera se levantó, descorrió los cerrojos y salió de la habitación. Sin pronunciar una sola palabra, condújolos a una mesa ricamente puesta, y después que hubieron comido y bebido, llevó a cada uno a un dormitorio separado.
A la mañana siguiente presentóse el hombrecillo a llamar al mayor y lo llevó a una mesa de piedra, en la cual había escritos los tres trabajos que había que cumplir para desencantar el castillo. El primero decía:
«En el bosque, entre el musgo, se hallan las mil perlas de la hija del Rey. Hay que recogerlas antes de la puesta del sol, en el bien entendido que si falta una sola, el que hubiere emprendido la búsqueda quedará convertido en piedra».
Salió el mayor, y se pasó el día buscando; pero a la hora del ocaso no había reunido más allá de un centenar de perlas; y le sucedió lo que estaba escrito en la mesa, quedó convertido en piedra. Al día siguiente intentó el segundo la aventura, pero no tuvo mayor éxito que el mayor, encontró solamente doscientas perlas, y, a su vez, fue transformado en piedra. Finalmente, tocóle el turno a «El bobo», el cual salió a buscar entre el musgo. Pero, ¡qué difícil se hacía la búsqueda, y con qué lentitud se reunían las perlas! Sentóse sobre una piedra y se puso a llorar; de pronto se presentó la reina de las hormigas, a las que había salvado la vida, seguida de cinco mil de sus súbditos, y en un santiamén tuvieron los animalitos las perlas reunidas en un montón.
El segundo trabajo era pescar del fondo del lago la llave del dormitorio de la princesa. Al llegar «El bobo» a la orilla, los patos que había salvado acercáronsele nadando, se sumergieron, y, al poco rato, volvieron a aparecer con la llave pedida.
El tercero de los trabajos era el más difícil. De las tres hijas del Rey, que estaban dormidas, había que descubrir cuál era la más joven y hermosa, pero era el caso que las tres se parecían como tres gotas de agua, sin que se advirtiera la menor diferencia; sabíase sólo que, antes de dormirse, habían comido diferentes golosinas. La mayor, un terrón de azúcar; la segunda, un poco de jarabe, y la menor, una cucharada de miel.
Compareció entonces la reina de las abejas, que «El bobo» había salvado del fuego, y exploró la boca de cada una, posándose, en último lugar, en la boca de la que se había comido la miel, con lo cual el príncipe pudo reconocer a la verdadera. Se desvaneció el hechizo; todos despertaron, y los petrificados recuperaron su forma humana. Y «El bobo» se casó con la princesita más joven y bella, y heredó el trono a la muerte de su suegro. Sus dos hermanos recibieron por esposas a las otras dos princesas.
Partieron los tres juntos y llegaron a un nido de hormigas. Los dos mayores querían destruirlo para divertirse viendo cómo los animalitos corrían azorados para poner a salvo los huevos; pero el menor dijo:
- Dejad en paz a estos animalitos; no sufriré que los molestéis.
Siguieron andando hasta llegar a la orilla de un lago, en cuyas aguas nadaban muchísimos patos. Los dos hermanos querían cazar unos cuantos para asarlos, pero el menor se opuso:
- Dejad en paz a estos animales; no sufriré que los molestéis.
Al fin llegaron a una colmena silvestre, instalada en un árbol, tan repleta de miel, que ésta fluía tronco abajo. Los dos mayores iban a encender fuego al pie del árbol para sofocar los insectos y poderse apoderar de la miel; pero «El bobo» los detuvo, repitiendo:
- Dejad a estos animales en paz; no sufriré que los queméis.
Al cabo llegaron los tres a un castillo en cuyas cuadras había unos caballos de piedra, pero ni un alma viviente; así, recorrieron todas las salas hasta que se encontraron frente a una puerta cerrada con tres cerrojos, pero que tenía en el centro una ventanilla por la que podía mirarse al interior. Veíase dentro un hombrecillo de cabello gris, sentado a una mesa. Llamáronlo una y dos veces, pero no los oía; a la tercera se levantó, descorrió los cerrojos y salió de la habitación. Sin pronunciar una sola palabra, condújolos a una mesa ricamente puesta, y después que hubieron comido y bebido, llevó a cada uno a un dormitorio separado.
A la mañana siguiente presentóse el hombrecillo a llamar al mayor y lo llevó a una mesa de piedra, en la cual había escritos los tres trabajos que había que cumplir para desencantar el castillo. El primero decía:
«En el bosque, entre el musgo, se hallan las mil perlas de la hija del Rey. Hay que recogerlas antes de la puesta del sol, en el bien entendido que si falta una sola, el que hubiere emprendido la búsqueda quedará convertido en piedra».
Salió el mayor, y se pasó el día buscando; pero a la hora del ocaso no había reunido más allá de un centenar de perlas; y le sucedió lo que estaba escrito en la mesa, quedó convertido en piedra. Al día siguiente intentó el segundo la aventura, pero no tuvo mayor éxito que el mayor, encontró solamente doscientas perlas, y, a su vez, fue transformado en piedra. Finalmente, tocóle el turno a «El bobo», el cual salió a buscar entre el musgo. Pero, ¡qué difícil se hacía la búsqueda, y con qué lentitud se reunían las perlas! Sentóse sobre una piedra y se puso a llorar; de pronto se presentó la reina de las hormigas, a las que había salvado la vida, seguida de cinco mil de sus súbditos, y en un santiamén tuvieron los animalitos las perlas reunidas en un montón.
El segundo trabajo era pescar del fondo del lago la llave del dormitorio de la princesa. Al llegar «El bobo» a la orilla, los patos que había salvado acercáronsele nadando, se sumergieron, y, al poco rato, volvieron a aparecer con la llave pedida.
El tercero de los trabajos era el más difícil. De las tres hijas del Rey, que estaban dormidas, había que descubrir cuál era la más joven y hermosa, pero era el caso que las tres se parecían como tres gotas de agua, sin que se advirtiera la menor diferencia; sabíase sólo que, antes de dormirse, habían comido diferentes golosinas. La mayor, un terrón de azúcar; la segunda, un poco de jarabe, y la menor, una cucharada de miel.
Compareció entonces la reina de las abejas, que «El bobo» había salvado del fuego, y exploró la boca de cada una, posándose, en último lugar, en la boca de la que se había comido la miel, con lo cual el príncipe pudo reconocer a la verdadera. Se desvaneció el hechizo; todos despertaron, y los petrificados recuperaron su forma humana. Y «El bobo» se casó con la princesita más joven y bella, y heredó el trono a la muerte de su suegro. Sus dos hermanos recibieron por esposas a las otras dos princesas.
....."ALERTA METEOROLÓGICA"
Cierto día el Tigre estaba cazando. Se sentía en el aire su andar cuidadoso, su hocico olfateando alguna presa, su mirada recta. Todo el bosque parecía suspendido esperando el ataque del hambriento.
Don Juan, el zorro, no era ajeno a este peligro. Sólo que con su acostumbrada astucia, ya pensaba el modo de sortear el problema.
Y llegó el Tigre y se sorprendió de que Don Juan no se diera vuelta a mirarlo con ojos de terror o que escapara dando un aullido. No, Don Juan, apenas lo miró y siguió haciendo lo que parecía ser un trabajo muy importante para él: trenzar una soga . ¿Qué estaba pasando? ¡Y se veía habilidoso, concentrado en su trenza, el zorrito, tanto que casi ni se le veían las manos!
Al Tigre lo comió la curiosidad. Se paró bien enfrente, sacó sus colmillos y rugió:
- Grrrr…gr…..Oiga, Don Juan, soy yo, ¡el malísimo tigre!…
- Ay, sí, perdone, Don, que no me asuste pero, no tengo tiempo para nada, ni para asustarme más de lo que estoy: debo terminar esta soga, sí o sí, en los próximos minutos, ¡oh! Sííí..en los próximos minutos ! – repitió apurando sus manos, que zumbaban en el aire.
- ¿Y eso por qué? – preguntó el Tigre…
- ¡Cómo! Es mi modo de salvarme, por la noticia. Mientras los demás chillan o lloran o mugen o croan por lo que se viene, yo, inteligente y pícaro como soy, preparé el modo de salvarme, el único modo creo…¡ Suerte que llegó el Ángel con el alerta meteorológico!.
- ¿Qué alerta? ¿Qué ángel?
- El ángel de Dios- el zorro paró unos instantes y miró al Cielo- parece que viene un castigo para la gente mala, un viento muy fuerte, un tornado ¿vio? que arrasará con todos…
El Tigre cambió de expresión. Los bigotes se le cayeron del susto. El estaba acostumbrado a enfrentar fieras, de cualquier tamaño y carácter; pero ¡un tornado!
- Don Zorro, le ordeno que termine esa soga y me ate ya mismo al algarrobo*, si no quiere que antes del ventarrón, lo parta en dos con mis pezuñas…
- Ha, ¡Que dilema! ¿Que hago? ¡Y bué! Tal vez llego a tejerme otra, y me ataré aquí, al ladito suyo… para darnos ánimo. Venga Don Tigre, no deseo hacerlo pero, como siempre, el más fuerte, gana – dijo con cara de resignado porque, además de astuto es un buen comediante, Don Juan.
El tigre corrió y feliz como una suave mariposa, abrió sus patas para ser bien atado…
Dicen que Don Juan, rápido, le dio vueltas y más vueltas, lo trabó con varios nudos marineros* y recién allí… largó la carcajada que apenas podía contener, le hizo un gesto de burla al tigre y se fue caminando, despacito, como para gozarlo más .
....."EL RETO"
Esta historia transcurre en el Japón durante un período de hambre.
Un campesino que no tenía con qué alimentar a su familia se acuerda de la costumbre que promete una fuerte recompensa al que sea capaz de desafiar y vencer al maestro de una escuela de sable. Aunque no había tocado un arma en su vida, el campesino desafía al maestro más famoso de la región.
El día fijado, ante numeroso público, los dos hombres se enfrentan. El campesino, sin mostrarse nada impresionado por la reputación de su adversario, lo espera a pie firme, mientras que el maestro de sable, estaba un poco turbado por tal determinación.
— ¿Qué será este hombre?, piensa. Jamás ningún villano hubiera tenido el valor de desafiarme. ¿No será una trampa de mis enemigos?
El campesino, acuciado por el hambre, se adelanta resueltamente hacia su rival. El Maestro duda, desconcertado por la total ausencia de técnica de su adversario.
Finalmente, retrocede movido por el miedo. Antes incluso del primer asalto, el maestro siente que será vencido. Baja su sable y dice:
— Usted es el vencedor. Por primera vez en mi vida he sido abatido. Entre todas las escuelas de sable, la mía es la más renombrada. Es conocida con el nombre de “La que con un solo gesto da diez mil golpes”. ¿Puedo preguntarle, respetuosamente, el nombre de su escuela?
— La escuela del hambre –responde el campesino.
Un campesino que no tenía con qué alimentar a su familia se acuerda de la costumbre que promete una fuerte recompensa al que sea capaz de desafiar y vencer al maestro de una escuela de sable. Aunque no había tocado un arma en su vida, el campesino desafía al maestro más famoso de la región.
El día fijado, ante numeroso público, los dos hombres se enfrentan. El campesino, sin mostrarse nada impresionado por la reputación de su adversario, lo espera a pie firme, mientras que el maestro de sable, estaba un poco turbado por tal determinación.
— ¿Qué será este hombre?, piensa. Jamás ningún villano hubiera tenido el valor de desafiarme. ¿No será una trampa de mis enemigos?
El campesino, acuciado por el hambre, se adelanta resueltamente hacia su rival. El Maestro duda, desconcertado por la total ausencia de técnica de su adversario.
Finalmente, retrocede movido por el miedo. Antes incluso del primer asalto, el maestro siente que será vencido. Baja su sable y dice:
— Usted es el vencedor. Por primera vez en mi vida he sido abatido. Entre todas las escuelas de sable, la mía es la más renombrada. Es conocida con el nombre de “La que con un solo gesto da diez mil golpes”. ¿Puedo preguntarle, respetuosamente, el nombre de su escuela?
— La escuela del hambre –responde el campesino.
....."EL PICAPEDRERO"
Había una vez, hace muchos, muchos años un reino muy bonito donde la gente era muy feliz. Los Reyes vivían en un castillo de piedra muy grande que estaba junto a un bosque de olmos y a un lago de tranquilas aguas azules dónde se podía pescar y pasear en barca. Al oeste había una gran montaña.
La hija de los Reyes se llamaba Teresa y era la Princesa de este cuento. La Princesa Teresa salía todos los días a dar un paseo por los alrededores del castillo. Un día conoció a un picapedrero llamado Pedro que trabajaba en la cantera que estaba en la falda de la montaña.
Teresa y Pedro se enamoraron, se prometieron amor eterno y decidieron casarse. Pero cuando el Rey se enteró que su hija quería con Pedro se enfadó muchísimo y le dijo a la Princesa:
- ¡Mi hija no puede casarse con un simple picapedrero! Una princesa como tú debería casarse con alguien muy poderoso, ¡con la persona más poderosa de la Tierra!.
Entonces el rey mandó llamar a todos los sabios de su reino y les pidió que estudiaran quién era el más poderoso del Mundo. Los sabios se encerraron en una habitación del castillo durante siete días y siete noches y pensaron y pensaron hasta que descubrieron quién era la persona más poderosa del Universo.
- Majestad, le dijo el sabio más anciano al Rey, el Consejo de sabios se ha reunido durante siete días y siete noches y ha llegado a la conclusión que el más poderoso del Universo es el Sol, porque con sus rayos nos da luz y calienta toda la tierra para que podamos vivir.
Dijo el rey:
- Tenéis razón parece que el Sol es el ser más poderoso.
Y ordenó con voz potente:
- ¡Que venga el Sol!
Mandaron llamar al Sol y el rey le dijo:
- Sol, te he mandado llamar porque me han dicho que tú eres la persona más poderosa de la Tierra y quiero que te cases con mi hija la Princesa Teresa.
Entonces el Sol contestó:
- Majestad muchas gracias por tu ofrecimiento, sería para mí un honor casarme con tu hija, pero hay alguien que es más poderoso que yo.
Y dijo el Rey:
- ¿Quién es más poderoso que el Sol?
- La Nube, contestó el Sol, porque cuando se pone delante no deja pasar mis rayos.
Entonces dijo el Rey:
- ¡Que venga la Nube!
Cuando llegó la Nube el Rey le dijo:
- Nube, te he mandado llamar porque me han dicho que tú eres la persona más poderosa de la Tierra y quiero que te cases con mi hija la Princesa Teresa.
Y la Nube le contestó:
- Majestad muchas gracias por tu ofrecimiento, sería para mí un honor casarme con la Princesa, pero hay alguien que es más poderoso que yo.
Y dijo el Rey:
- ¿Quién es más poderoso que la Nube?
- El Viento, contestó la Nube, porque cuando se pone a soplar me mueve con facilidad de un sitio para otro.
Entonces dijo el Rey:
- ¡Que venga el Viento!
Cuando llegó el Viento el Rey le dijo:
- Viento, te he mandado llamar porque me han dicho que tú eres la persona más poderosa de la Tierra y quiero que te cases con mi hija la Princesa Teresa.
Y el Viento le contestó:
- Majestad muchas gracias por tu ofrecimiento, sería para mí un honor casarme con tu hija, pero hay alguien que es más poderoso que yo.
Y dijo el Rey:
- ¿Quién es más poderoso que el Viento?
- La Montaña, contestó el Viento, porque aunque sople con todas mis fuerzas no puedo mover ni un centímetro a la poderosa Montaña.
Entonces dijo el Rey:
- ¡Que venga la Montaña!
Pero la Montaña no podía moverse, así que el Rey tuvo que ir a la Montaña. Y le dijo el Rey:
- Montaña, he venido hasta aquí porque me han dicho que tú eres la persona más poderosa de la Tierra y quiero que te cases con mi hija la Princesa Teresa.
Y la Montaña le contestó:
- Majestad muchas gracias por tu ofrecimiento, sería para mí un honor casarme con tu hija pero hay alguien que es más poderoso que yo.
Y dijo el Rey:
- ¿Quién puede ser más poderoso que la Montaña?
- ¡El picapedrero!, contestó la Montaña, porque todos los días me arranca un trocito de mi cuerpo para hacer piedras.
Entonces el Rey comprendió que todas las personas, aunque parezcan seres insignificantes, son importantes y permitió a su hija que se casara con el picapedrero Pedro. Y fueron felices y comieron perdices. Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
La hija de los Reyes se llamaba Teresa y era la Princesa de este cuento. La Princesa Teresa salía todos los días a dar un paseo por los alrededores del castillo. Un día conoció a un picapedrero llamado Pedro que trabajaba en la cantera que estaba en la falda de la montaña.
Teresa y Pedro se enamoraron, se prometieron amor eterno y decidieron casarse. Pero cuando el Rey se enteró que su hija quería con Pedro se enfadó muchísimo y le dijo a la Princesa:
- ¡Mi hija no puede casarse con un simple picapedrero! Una princesa como tú debería casarse con alguien muy poderoso, ¡con la persona más poderosa de la Tierra!.
Entonces el rey mandó llamar a todos los sabios de su reino y les pidió que estudiaran quién era el más poderoso del Mundo. Los sabios se encerraron en una habitación del castillo durante siete días y siete noches y pensaron y pensaron hasta que descubrieron quién era la persona más poderosa del Universo.
- Majestad, le dijo el sabio más anciano al Rey, el Consejo de sabios se ha reunido durante siete días y siete noches y ha llegado a la conclusión que el más poderoso del Universo es el Sol, porque con sus rayos nos da luz y calienta toda la tierra para que podamos vivir.
Dijo el rey:
- Tenéis razón parece que el Sol es el ser más poderoso.
Y ordenó con voz potente:
- ¡Que venga el Sol!
Mandaron llamar al Sol y el rey le dijo:
- Sol, te he mandado llamar porque me han dicho que tú eres la persona más poderosa de la Tierra y quiero que te cases con mi hija la Princesa Teresa.
Entonces el Sol contestó:
- Majestad muchas gracias por tu ofrecimiento, sería para mí un honor casarme con tu hija, pero hay alguien que es más poderoso que yo.
Y dijo el Rey:
- ¿Quién es más poderoso que el Sol?
- La Nube, contestó el Sol, porque cuando se pone delante no deja pasar mis rayos.
Entonces dijo el Rey:
- ¡Que venga la Nube!
Cuando llegó la Nube el Rey le dijo:
- Nube, te he mandado llamar porque me han dicho que tú eres la persona más poderosa de la Tierra y quiero que te cases con mi hija la Princesa Teresa.
Y la Nube le contestó:
- Majestad muchas gracias por tu ofrecimiento, sería para mí un honor casarme con la Princesa, pero hay alguien que es más poderoso que yo.
Y dijo el Rey:
- ¿Quién es más poderoso que la Nube?
- El Viento, contestó la Nube, porque cuando se pone a soplar me mueve con facilidad de un sitio para otro.
Entonces dijo el Rey:
- ¡Que venga el Viento!
Cuando llegó el Viento el Rey le dijo:
- Viento, te he mandado llamar porque me han dicho que tú eres la persona más poderosa de la Tierra y quiero que te cases con mi hija la Princesa Teresa.
Y el Viento le contestó:
- Majestad muchas gracias por tu ofrecimiento, sería para mí un honor casarme con tu hija, pero hay alguien que es más poderoso que yo.
Y dijo el Rey:
- ¿Quién es más poderoso que el Viento?
- La Montaña, contestó el Viento, porque aunque sople con todas mis fuerzas no puedo mover ni un centímetro a la poderosa Montaña.
Entonces dijo el Rey:
- ¡Que venga la Montaña!
Pero la Montaña no podía moverse, así que el Rey tuvo que ir a la Montaña. Y le dijo el Rey:
- Montaña, he venido hasta aquí porque me han dicho que tú eres la persona más poderosa de la Tierra y quiero que te cases con mi hija la Princesa Teresa.
Y la Montaña le contestó:
- Majestad muchas gracias por tu ofrecimiento, sería para mí un honor casarme con tu hija pero hay alguien que es más poderoso que yo.
Y dijo el Rey:
- ¿Quién puede ser más poderoso que la Montaña?
- ¡El picapedrero!, contestó la Montaña, porque todos los días me arranca un trocito de mi cuerpo para hacer piedras.
Entonces el Rey comprendió que todas las personas, aunque parezcan seres insignificantes, son importantes y permitió a su hija que se casara con el picapedrero Pedro. Y fueron felices y comieron perdices. Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
....."EL RATÓN PÉREZ"
Allá por la época de la reina Mari Castaña, existió un rey, de unos siete u ocho años, llamado Bubi I.
Un buen día, ni mejor ni peor que otros, al rey de nuestro cuento se le cayó su primer diente.
Aquello fue un acontecimiento histórico en la corte, todos lo celebraron con alegría y aconsejaron al reyecito que hiciera lo que manda la tradición: colocar el diente bajo la almohada y esperar el regalo a la mañana siguiente.
Así lo hizo Su Majestad Bubi I, puso su diente bajo la almohada y esperó, impaciente, la llegada del nuevo día. Tan nervioso estaba y tanto esperó que, al final, se quedó profundamente dormido. Soñó mil y una historias maravillosas hasta que, de pronto, sintió algo suave que le rozaba la frente. Se incorporó de un brinco, sobresaltado, y allí, de pie sobre su almohada, vio un ratón muy pequeño, con sombrero de paja, lentes de oro, zapatos de lienzo crudo y una cartera roja a la espalda.
- Buenas noches, Majestad – dijo el ratón haciendo una reverencia a la vez que se quitaba el sombrero – Soy Juan Pérez, más conocido por los niños como “El Ratoncito Pérez”.
Bubi I, maravillado, quiso jugar con el pequeño animal y saber porqué recogía, por las noches, los dientes de los niños. Don Juan Pérez, le explicó su trabajo y, al saberlo, el niño rey quiso acompañarlo en su peligrosa misión nocturna.
- De acuerdo, pero antes de salir, debo hacer algo importante – dijo misteriosamente el Ratón Pérez. Y sin más explicaciones, saltó sobre el hombro del reyecito y le metió la punta del rabo por la nariz.
El niño estornudó estrepitosamente y, por un prodigio maravilloso que nadie hasta el día de hoy ha podido explicarse, quedó convertido en el ratón más lindo y primoroso que nadie haya podido imaginar.
- Ahora, ya podemos marcharnos – dijo el Ratón Pérez colándose por un agujero que había debajo de la cama.
Ni que decir tiene que Bubi I le siguió. En su camino, oscuro y peligroso, se cruzaban a cada paso con diminutas alimañas que les pinchaban y mordían.
Después de un largo viaje por tuberías y alcantarillas, llegaron a una confitería que olía a gloria. Allí, en una caja de galletas, estaban la Señora de Pérez y sus hijos. Aquella era la casa del Ratón Pérez.
Hechas las presentaciones y, tras tomar un trozo de gruyere, nuestros dos ratones continuaron su aventura, pues aún tenían muchos dientes que recoger.
Caminando, caminando y, sin darse cuenta, fueron a para a la cocina de Gaiferos, un gatazo enorme que ¡gracias a Dios!, estaba dormido, por lo que pudieron escapar sin mayores problemas.
Llegaron luego a la buhardilla donde vivía Gilito. Era aquel un hogar muy frío y muy pobre, dónde no había más muebles que una silla, un cesto de pan vacío y una cama el la que dormían abrazados Gilito y su madre. ¡Qué alegría se llevarían a la mañana siguiente cuando, en lugar del diente de Gilito, encontrasen una moneda con la que comprar algo de comida!.
El Ratón Pérez y el reyecito convertido en ratón, continuaron toda la noche visitando las casas de muchos niños y niñas hasta que, al amanecer, regresaron al palacio de Bubi I. El Ratón Pérez volvió a meter la punta de su rabo en la nariz del pequeño rey y, este, volvió a transformarse en niño. Pero ya nunca más fue el mismo de antes. En su extraordinario viaje, el rey Bubi I descubrió que había niños y niñas muy diferentes a él, que pasaban hambre y frío, y, a partir de entonces, decidió compartir sus riquezas con todos ellos.
Y, colorín, colorado, la historia del Ratón Pérez se ha acabado.
Un buen día, ni mejor ni peor que otros, al rey de nuestro cuento se le cayó su primer diente.
Aquello fue un acontecimiento histórico en la corte, todos lo celebraron con alegría y aconsejaron al reyecito que hiciera lo que manda la tradición: colocar el diente bajo la almohada y esperar el regalo a la mañana siguiente.
Así lo hizo Su Majestad Bubi I, puso su diente bajo la almohada y esperó, impaciente, la llegada del nuevo día. Tan nervioso estaba y tanto esperó que, al final, se quedó profundamente dormido. Soñó mil y una historias maravillosas hasta que, de pronto, sintió algo suave que le rozaba la frente. Se incorporó de un brinco, sobresaltado, y allí, de pie sobre su almohada, vio un ratón muy pequeño, con sombrero de paja, lentes de oro, zapatos de lienzo crudo y una cartera roja a la espalda.
- Buenas noches, Majestad – dijo el ratón haciendo una reverencia a la vez que se quitaba el sombrero – Soy Juan Pérez, más conocido por los niños como “El Ratoncito Pérez”.
Bubi I, maravillado, quiso jugar con el pequeño animal y saber porqué recogía, por las noches, los dientes de los niños. Don Juan Pérez, le explicó su trabajo y, al saberlo, el niño rey quiso acompañarlo en su peligrosa misión nocturna.
- De acuerdo, pero antes de salir, debo hacer algo importante – dijo misteriosamente el Ratón Pérez. Y sin más explicaciones, saltó sobre el hombro del reyecito y le metió la punta del rabo por la nariz.
El niño estornudó estrepitosamente y, por un prodigio maravilloso que nadie hasta el día de hoy ha podido explicarse, quedó convertido en el ratón más lindo y primoroso que nadie haya podido imaginar.
- Ahora, ya podemos marcharnos – dijo el Ratón Pérez colándose por un agujero que había debajo de la cama.
Ni que decir tiene que Bubi I le siguió. En su camino, oscuro y peligroso, se cruzaban a cada paso con diminutas alimañas que les pinchaban y mordían.
Después de un largo viaje por tuberías y alcantarillas, llegaron a una confitería que olía a gloria. Allí, en una caja de galletas, estaban la Señora de Pérez y sus hijos. Aquella era la casa del Ratón Pérez.
Hechas las presentaciones y, tras tomar un trozo de gruyere, nuestros dos ratones continuaron su aventura, pues aún tenían muchos dientes que recoger.
Caminando, caminando y, sin darse cuenta, fueron a para a la cocina de Gaiferos, un gatazo enorme que ¡gracias a Dios!, estaba dormido, por lo que pudieron escapar sin mayores problemas.
Llegaron luego a la buhardilla donde vivía Gilito. Era aquel un hogar muy frío y muy pobre, dónde no había más muebles que una silla, un cesto de pan vacío y una cama el la que dormían abrazados Gilito y su madre. ¡Qué alegría se llevarían a la mañana siguiente cuando, en lugar del diente de Gilito, encontrasen una moneda con la que comprar algo de comida!.
El Ratón Pérez y el reyecito convertido en ratón, continuaron toda la noche visitando las casas de muchos niños y niñas hasta que, al amanecer, regresaron al palacio de Bubi I. El Ratón Pérez volvió a meter la punta de su rabo en la nariz del pequeño rey y, este, volvió a transformarse en niño. Pero ya nunca más fue el mismo de antes. En su extraordinario viaje, el rey Bubi I descubrió que había niños y niñas muy diferentes a él, que pasaban hambre y frío, y, a partir de entonces, decidió compartir sus riquezas con todos ellos.
Y, colorín, colorado, la historia del Ratón Pérez se ha acabado.
miércoles, 8 de septiembre de 2010
....."EL GENIO"
En la India, había una familia muy pobre que carecía de todo y pasaban muchas necesidades, mientras que a su vecino no le faltaba de nada y vivía en una casa magnífica rodeada de un esplendoroso jardín.
La mujer del hombre pobre era bastante envidiosa y se preguntaba de dónde habría sacado los bienes su vecino, así que decidió espiarle y un día vio que el vecino daba tres palmadas y al instante aparecía un genio que llevaba una enorme espada en la cintura; el vecino le dio todo tipo de órdenes sobre el mantenimiento, limpieza y abastecimiento de la casa y el genio las cumplió de inmediato. La mujer volvió corriendo donde estaba su marido y le contó lo que había visto. "Tienes que pedirle que nos preste el genio, así tendremos de todo como él y dejaremos de pasar penalidades", le dijo entusiasmada.
El marido era un poco reacio, pero ante la constante insistencia de la mujer accedió a ir a hablar con el vecino. Llamó a la puerta y su vecino le abrió: "Hola, vecino, vengo a pedirte un grandísimo favor. Mi mujer ha visto que tienes un genio que te ayuda a realizar todas las tareas de la casa y que te consigue todo lo que le pides, nosotros no tenemos nada y pasamos muchas penurias, me gustaría que me prestaras una temporada al genio para así poder dejar de ser tan pobres y conseguir tener algunos bienes" le dijo con gran vergüenza.
El vecino le miró compasivo y contestó: "De acuerdo, te prestaré a mi genio, pero te advierto que no es tan fácil como parece. Cuando se invoca a este genio hay que estarle mandando hacer cosas constantemente, porque si no se hace así, se enfadará y con la gran espada que lleva a la cintura te cortará la cabeza; te lo advierto de nuevo, no es tan fácil como parece estarle mandando cosas constantemente, así que ten mucho cuidado. Mira yo me marcho de viaje y tardaré un par de días en volver, te lo dejo ese tiempo. Lo único que tienes que hacer para invocar al genio es dar tres palmadas y él aparecerá ante tí".
El marido volvió corriendo con gran alegría hasta donde estaba su esposa: "Mira, me ha dejado la jarra que contiene el genio y está a nuestra disposición mientras nuestro vecino esté de viaje. ¡Lo he conseguido! Dejaremos de ser pobres, tendremos de todo y nada faltará a nuestros hijos. ¡Qué alegría!".
La mujer estaba muy impaciente por empezar a pedir cosas y le dijo que invocara al genio de inmediato. El marido dio tres palmadas y al instante el genio apareció ante ellos entre una nube de humo, era impresionante por su gran tamaño, sus lujosas ropas y por la enorme espada que portaba a la cintura: "Hola mi amo, dime qué deseas" dijo el genio.
Tanto el esposo como la mujer se pusieron muy contentos de tener a su disposición al genio y comenzaron a pedir de inmediato: "Quiero que nos construyas una mansión espléndida", dijo la mujer.
El genio chasqueó los dedos y al instante apareció ante ellos una mansión magnífica, muy grande y vistosa. Los esposos se quedaron maravillados ante la belleza y esplendor de la mansión y comenzaron a dar saltos de alegría. "Ahora llena la mansión de estupendos muebles", continuó el marido. El genio volvió a chasquear los dedos y la mansión se llenó de unos muebles muy lujosos. "Ahora queremos buenos ropajes para nosotros y para nuestros hijos", este deseo también se vio satisfecho al instante y así sucesivamente con todo lo que iban pidiendo, todos su deseos eran cumplidos de inmediato.
Cuando el matrimonio y sus hijos estuvieron vestidos con muy buenas ropas e instalados en al mansión se les ocurrió pedir los más ricos manjares que se pudieran concebir para así poder comer hasta saciarse, cosa que nunca habían hecho.
"Bueno, genio, ahora déjanos un rato mientras comemos esta espléndida comida que nos has traído", dijo el marido; pero el genio se le quedó mirando fijamente y le dijo: "Mi amo, ¿qué más deseas ahora?". Al ver que no le decían nada, ya que estaban comiendo con avidez, el genio puso cara de enfado y comenzó a desenvainar muy lentamente su espada. El marido se puso pálido y comenzó a balbucear: "Espera, espera, ahora quiero que me hagas un magnífico jardín"; el genio chasqueó los dedos y el jardín estuvo construido al instante. Así que apenas pudieron disfrutar de la estupenda comida ya que tenían que seguir ordenado cosas al genio.
Le hicieron construir un estanque y un riachuelo en el jardín, luego un puentecito sobre el riachuelo, pronto se les acabaron las ideas sobre qué pedir al genio, así que este volvió a enfadarse y comenzó a desenvainar la espada. Entonces le mandaron que deshiciera algunas de las cosas que había construido y luego que las volviera a construir porque ya no sabían que más mandarle. "Quita el puente del riachuelo, deshaz el estanque, vuelve a hacerme otro estanque mejor, cambia los muebles de la casa...", le mandaban ya casi con angustia por que todas las órdenes eran cumplidas al instante y no podían parar ni un momento ya que el genio se enfadaba y les amenazaba con su espada.
Al llegar la noche apenas pudieron dormir ya que tenían que turnarse para dar órdenes al genio y así siguieron de muy mala manera ya que el genio en seguida estaba presto a sacar la espada y cortarles la cabeza en cuanto dejaban de mandarle cosas constantemente.
Al segundo día ya no podían más y el marido acudió muy temprano a la casa del vecino para ver si había regresado. Llamó a la puerta y el vecino le abrió. "Tienes que ayudarle", le dijo angustiado, "no puedo más, el genio no me deja vivir, ni disfrutar de todo lo que me ha dado; ya no sé que más mandarle y en cualquier momento va a acabar cortándome la cabeza, estoy desesperado, no sé que voy a hacer".
El vecino le miró con comprensión y le dijo: "Te lo advertí, no es fácil estar dándole ordenes siempre; pero no te preocupes yo sé como dominar al genio".
Juntos acudieron a la casa del matrimonio y el vecino ordenó al genio: "Genio, construye un pozo en el jardín que llegue hasta el centro de la tierra"; el genio chasqueó los dedos y al instante el pozo estuvo construido. "Bien, ahora coloca un poste en el centro del pozo que también llegue hasta el centro de la tierra" y el genio lo hizo. "Muy bien, ahora quiero que subas y bajes por el poste hasta que yo te diga"; con lo que el genio se puso a subir y bajar por el poste.
El vecino se volvió hacia el hombre y le dijo "Ves, no era tan difícil dominar al genio, pero hay que saber cómo hacerlo y qué ordenarle". Éste suspiró aliviado ya que algo que en un principio había creído ser una cosa estupenda se había transformado en una angustia ya que varias veces había estado a punto de perder la cabeza.
Al cabo de bastante tiempo el genio llamó a su amo para decirle que estaba cansado de subir y bajar por el poste, y que si le dejaba volver a su jarra, él solo haría lo que le mandaran sin agobiar a su dueño y sin utilizar más la espada.
La mujer del hombre pobre era bastante envidiosa y se preguntaba de dónde habría sacado los bienes su vecino, así que decidió espiarle y un día vio que el vecino daba tres palmadas y al instante aparecía un genio que llevaba una enorme espada en la cintura; el vecino le dio todo tipo de órdenes sobre el mantenimiento, limpieza y abastecimiento de la casa y el genio las cumplió de inmediato. La mujer volvió corriendo donde estaba su marido y le contó lo que había visto. "Tienes que pedirle que nos preste el genio, así tendremos de todo como él y dejaremos de pasar penalidades", le dijo entusiasmada.
El marido era un poco reacio, pero ante la constante insistencia de la mujer accedió a ir a hablar con el vecino. Llamó a la puerta y su vecino le abrió: "Hola, vecino, vengo a pedirte un grandísimo favor. Mi mujer ha visto que tienes un genio que te ayuda a realizar todas las tareas de la casa y que te consigue todo lo que le pides, nosotros no tenemos nada y pasamos muchas penurias, me gustaría que me prestaras una temporada al genio para así poder dejar de ser tan pobres y conseguir tener algunos bienes" le dijo con gran vergüenza.
El vecino le miró compasivo y contestó: "De acuerdo, te prestaré a mi genio, pero te advierto que no es tan fácil como parece. Cuando se invoca a este genio hay que estarle mandando hacer cosas constantemente, porque si no se hace así, se enfadará y con la gran espada que lleva a la cintura te cortará la cabeza; te lo advierto de nuevo, no es tan fácil como parece estarle mandando cosas constantemente, así que ten mucho cuidado. Mira yo me marcho de viaje y tardaré un par de días en volver, te lo dejo ese tiempo. Lo único que tienes que hacer para invocar al genio es dar tres palmadas y él aparecerá ante tí".
El marido volvió corriendo con gran alegría hasta donde estaba su esposa: "Mira, me ha dejado la jarra que contiene el genio y está a nuestra disposición mientras nuestro vecino esté de viaje. ¡Lo he conseguido! Dejaremos de ser pobres, tendremos de todo y nada faltará a nuestros hijos. ¡Qué alegría!".
La mujer estaba muy impaciente por empezar a pedir cosas y le dijo que invocara al genio de inmediato. El marido dio tres palmadas y al instante el genio apareció ante ellos entre una nube de humo, era impresionante por su gran tamaño, sus lujosas ropas y por la enorme espada que portaba a la cintura: "Hola mi amo, dime qué deseas" dijo el genio.
Tanto el esposo como la mujer se pusieron muy contentos de tener a su disposición al genio y comenzaron a pedir de inmediato: "Quiero que nos construyas una mansión espléndida", dijo la mujer.
El genio chasqueó los dedos y al instante apareció ante ellos una mansión magnífica, muy grande y vistosa. Los esposos se quedaron maravillados ante la belleza y esplendor de la mansión y comenzaron a dar saltos de alegría. "Ahora llena la mansión de estupendos muebles", continuó el marido. El genio volvió a chasquear los dedos y la mansión se llenó de unos muebles muy lujosos. "Ahora queremos buenos ropajes para nosotros y para nuestros hijos", este deseo también se vio satisfecho al instante y así sucesivamente con todo lo que iban pidiendo, todos su deseos eran cumplidos de inmediato.
Cuando el matrimonio y sus hijos estuvieron vestidos con muy buenas ropas e instalados en al mansión se les ocurrió pedir los más ricos manjares que se pudieran concebir para así poder comer hasta saciarse, cosa que nunca habían hecho.
"Bueno, genio, ahora déjanos un rato mientras comemos esta espléndida comida que nos has traído", dijo el marido; pero el genio se le quedó mirando fijamente y le dijo: "Mi amo, ¿qué más deseas ahora?". Al ver que no le decían nada, ya que estaban comiendo con avidez, el genio puso cara de enfado y comenzó a desenvainar muy lentamente su espada. El marido se puso pálido y comenzó a balbucear: "Espera, espera, ahora quiero que me hagas un magnífico jardín"; el genio chasqueó los dedos y el jardín estuvo construido al instante. Así que apenas pudieron disfrutar de la estupenda comida ya que tenían que seguir ordenado cosas al genio.
Le hicieron construir un estanque y un riachuelo en el jardín, luego un puentecito sobre el riachuelo, pronto se les acabaron las ideas sobre qué pedir al genio, así que este volvió a enfadarse y comenzó a desenvainar la espada. Entonces le mandaron que deshiciera algunas de las cosas que había construido y luego que las volviera a construir porque ya no sabían que más mandarle. "Quita el puente del riachuelo, deshaz el estanque, vuelve a hacerme otro estanque mejor, cambia los muebles de la casa...", le mandaban ya casi con angustia por que todas las órdenes eran cumplidas al instante y no podían parar ni un momento ya que el genio se enfadaba y les amenazaba con su espada.
Al llegar la noche apenas pudieron dormir ya que tenían que turnarse para dar órdenes al genio y así siguieron de muy mala manera ya que el genio en seguida estaba presto a sacar la espada y cortarles la cabeza en cuanto dejaban de mandarle cosas constantemente.
Al segundo día ya no podían más y el marido acudió muy temprano a la casa del vecino para ver si había regresado. Llamó a la puerta y el vecino le abrió. "Tienes que ayudarle", le dijo angustiado, "no puedo más, el genio no me deja vivir, ni disfrutar de todo lo que me ha dado; ya no sé que más mandarle y en cualquier momento va a acabar cortándome la cabeza, estoy desesperado, no sé que voy a hacer".
El vecino le miró con comprensión y le dijo: "Te lo advertí, no es fácil estar dándole ordenes siempre; pero no te preocupes yo sé como dominar al genio".
Juntos acudieron a la casa del matrimonio y el vecino ordenó al genio: "Genio, construye un pozo en el jardín que llegue hasta el centro de la tierra"; el genio chasqueó los dedos y al instante el pozo estuvo construido. "Bien, ahora coloca un poste en el centro del pozo que también llegue hasta el centro de la tierra" y el genio lo hizo. "Muy bien, ahora quiero que subas y bajes por el poste hasta que yo te diga"; con lo que el genio se puso a subir y bajar por el poste.
El vecino se volvió hacia el hombre y le dijo "Ves, no era tan difícil dominar al genio, pero hay que saber cómo hacerlo y qué ordenarle". Éste suspiró aliviado ya que algo que en un principio había creído ser una cosa estupenda se había transformado en una angustia ya que varias veces había estado a punto de perder la cabeza.
Al cabo de bastante tiempo el genio llamó a su amo para decirle que estaba cansado de subir y bajar por el poste, y que si le dejaba volver a su jarra, él solo haría lo que le mandaran sin agobiar a su dueño y sin utilizar más la espada.
domingo, 5 de septiembre de 2010
....."LOS HIJOS DE LA VIRGEN"
Un pobre leñador, con esposa e hija, tuvo una aparición.
__Soy la Virgen María, _le dijo la bella mujer_ y sé que eres muy pobre; por eso dame a tu hija, la llevaré al cielo y allí la cuidaré.
El leñador aceptó y la niña fue muy feliz. Vestía de oro, y los ángeles reían con ella.
Catorce años después, la Virgen le dijo:
__Niña debo viajar. Te confiaré las doce llaves del cielo; pero te prohibo usar la número trece. Si lo haces, serás desdichada.
La niña abrió doce puertas, y al llegar a la número trece...
__La abriré _dijo a los ángeles_, pero sólo para curiosear.
Ellos se negaron y ella pensó:
"Entraré y nadie lo sabrá".
Usó la llave prohibida y al abrir la puerta vio un fuego diabólico. Quiso encender la luz y su dedo se volvió dorado de por vida. Cerró la puerta y su corazón casi estalló de pánico.
Días después, la Virgen llegó de su viaje y llamó a la niña:
__¿Usaste la llave número trece? _le preguntó, al ver su dorado índice, y ella negó con cinismo. Pero la Virgen ya lo sabía:
__¡No me obedeciste! ¡No eres digna de estar en el cielo!
Y cayó en un extraño sueño. Despertó en un desierto. Quiso gritar, pero no pudo hablar. Vivió bajo un árbol y se alimentó de hierbas resecas. Al evocar el cielo, lloró lamentándose.
Pasó el tiempo, hasta que el rey de esas tierras halló a la bella joven, que vivía escondida y no hablaba. Así se enamoró, casándose con ella. Al año tuvieron un bebé; y la Virgen llegó al lecho de la reina, para que acepte que usó la llave maldita; pero ella lo negó con la cabeza. En castigo, la Virgen se llevó a su hijo al cieo.
Al saber que el bebé había desaparecido, los funcionarios esparcieron el rumor que la reina habia matado a su propio hijo. Pero el rey, que tanto la amaba, rechazó la infamia.
Un año después, tuvo otro hijo y la Virgen volvió a visitarla :
__Rectifícate y verás al primer bebé, sino perderás al segundo.
Ella siguió negándolo y la Virgen se llevó a su segundo hijo.
Entonces, exigieron al rey que la juzgara; pero él lo rechazó.
Luego, tuvieron una niña. De pronto, la reina estuvo en el cielo:
allí vio a sus felices bebés. La Virgen la alentó a que confiese, pero ella otra vez mintió. Perdió así a su bella hija.
Ante tanto escándalo, la condenaron a morir en la hoguera.
__¡Si, _confesó la reina en pleno fuego_ yo usé la llave maldita!
¡Triunfó la verdad! La reina recobró el habla, una lluvia divina apagó la hoguera y la Virgen descendió con los tres niños.
Los reyes fueron vivados, siendo muy felices desde entonces.
__Soy la Virgen María, _le dijo la bella mujer_ y sé que eres muy pobre; por eso dame a tu hija, la llevaré al cielo y allí la cuidaré.
El leñador aceptó y la niña fue muy feliz. Vestía de oro, y los ángeles reían con ella.
Catorce años después, la Virgen le dijo:
__Niña debo viajar. Te confiaré las doce llaves del cielo; pero te prohibo usar la número trece. Si lo haces, serás desdichada.
La niña abrió doce puertas, y al llegar a la número trece...
__La abriré _dijo a los ángeles_, pero sólo para curiosear.
Ellos se negaron y ella pensó:
"Entraré y nadie lo sabrá".
Usó la llave prohibida y al abrir la puerta vio un fuego diabólico. Quiso encender la luz y su dedo se volvió dorado de por vida. Cerró la puerta y su corazón casi estalló de pánico.
Días después, la Virgen llegó de su viaje y llamó a la niña:
__¿Usaste la llave número trece? _le preguntó, al ver su dorado índice, y ella negó con cinismo. Pero la Virgen ya lo sabía:
__¡No me obedeciste! ¡No eres digna de estar en el cielo!
Y cayó en un extraño sueño. Despertó en un desierto. Quiso gritar, pero no pudo hablar. Vivió bajo un árbol y se alimentó de hierbas resecas. Al evocar el cielo, lloró lamentándose.
Pasó el tiempo, hasta que el rey de esas tierras halló a la bella joven, que vivía escondida y no hablaba. Así se enamoró, casándose con ella. Al año tuvieron un bebé; y la Virgen llegó al lecho de la reina, para que acepte que usó la llave maldita; pero ella lo negó con la cabeza. En castigo, la Virgen se llevó a su hijo al cieo.
Al saber que el bebé había desaparecido, los funcionarios esparcieron el rumor que la reina habia matado a su propio hijo. Pero el rey, que tanto la amaba, rechazó la infamia.
Un año después, tuvo otro hijo y la Virgen volvió a visitarla :
__Rectifícate y verás al primer bebé, sino perderás al segundo.
Ella siguió negándolo y la Virgen se llevó a su segundo hijo.
Entonces, exigieron al rey que la juzgara; pero él lo rechazó.
Luego, tuvieron una niña. De pronto, la reina estuvo en el cielo:
allí vio a sus felices bebés. La Virgen la alentó a que confiese, pero ella otra vez mintió. Perdió así a su bella hija.
Ante tanto escándalo, la condenaron a morir en la hoguera.
__¡Si, _confesó la reina en pleno fuego_ yo usé la llave maldita!
¡Triunfó la verdad! La reina recobró el habla, una lluvia divina apagó la hoguera y la Virgen descendió con los tres niños.
Los reyes fueron vivados, siendo muy felices desde entonces.
sábado, 4 de septiembre de 2010
....."EL PÁJARO DORADO"
En tiempos remotos vivía un rey cuyo palacio estaba rodeado de un hermoso parque, donde crecía un árbol que daba manzanas de oro. A medida que maduraban, las contaban; pero una mañana faltó una. Diose parte del suceso al Rey, y él ordenó que todas las noches se montase guardia al pie del árbol.
Tenía el Rey tres hijos, y al oscurecer envió al mayor de centinela al jardín. A la medianoche, el príncipe no pudo resistir el sueño, y a la mañana siguiente faltaba otra manzana.
A la otra noche hubo de velar el hijo segundo; pero el resultado fue el mismo: al dar las doce se quedó dormido, y por la mañana faltaba una manzana más.
Llegó el turno de guardia al hijo tercero; éste estaba dispuesto a ir, pero el Rey no confiaba mucho en él, y pensaba que no tendría más éxito que sus hermanos; de todos modos, al fin se avino a que se encargara de la guardia. Instalóse el jovenzuelo bajo el árbol, con los ojos bien abiertos, y decidido a que no lo venciese el sueño. Al dar las doce oyó un rumor en el aire y, al resplandor de la luna, vio acercarse volando un pájaro cuyo plumaje brillaba como un ascua de oro. El ave se posó en el árbol, y tan pronto como cogió una manzana, el joven príncipe le disparó una flecha. El pájaro pudo aún escapar, pero la saeta lo había rozado y cayó al suelo una pluma de oro. Recogióla el mozo, y a la mañana la entregó al Rey, contándole lo ocurrido durante la noche. Convocó el Rey su Consejo, y los cortesanos declararon unánimemente que una pluma como aquella valía tanto como todo el reino.
— Si tan preciosa es esta pluma —dijo el Rey—, no me basta con ella; quiero tener el pájaro entero.
El hijo mayor se puso en camino; se tenía por listo, y no dudaba que encontraría el pájaro de oro. Había andado un cierto trecho, cuando vio en la linde de un bosque una zorra y, descolgándose la escopeta, dispúsose a disparar contra ella. Pero la zorra lo detuvo, exclamando:
— No me mates, y, en cambio, te daré un buen consejo. Sé que vas en busca del pájaro de oro y que esta noche llegarás a un pueblo donde hay dos posadas frente a frente. Una de ellas está profusamente iluminada, y en su interior hay gran jolgorio; pero guárdate de entrar en ella; ve a la otra, aunque sea poco atrayente su aspecto.
—¡Cómo puede darme un consejo este necio animal!—, pensó el príncipe, oprimiendo el gatillo; pero erró la puntería, y la zorra se adentró rápidamente en el bosque con el rabo tieso. Siguió el joven su camino, y al anochecer llegó al pueblo de las dos posadas, en una de las cuales todo era canto y baile, mientras la otra ofrecía un aspecto mísero y triste. —Tonto sería —díjose— si me hospedase en ese tabernucho destartalado en vez de hacerlo en esta hermosa fonda—. Así, entró en la posada alegre, y en ella se entregó al jolgorio olvidándose del pájaro, de su padre y de todas las buenas enseñanzas que había recibido.
Transcurrido un tiempo sin que regresara el hijo mayor, púsose el segundo en camino, en busca del pájaro de oro. Como su hermano, también él topó con la zorra, la cual diole el mismo consejo, sin que tampoco él lo atendiera. Llegó a las dos posadas, y su hermano, que estaba asomado a la ventana de la alegre, lo llamó e invitó a entrar. No supo resistir el mozo, y, pasando al interior, entregóse a los placeres y diversiones.
Al cabo de mucho tiempo, el hijo menor del Rey quiso salir, a su vez, a probar suerte; pero el padre se resistía.
— Es inútil —dijo—. Éste encontrará el pájaro de oro menos aún que sus hermanos; y si le ocurre una desgracia, no sabrá salir de apuros; es el menos despabilado de los tres.
No obstante, como el joven no lo dejaba en paz, dio al fin su consentimiento.
A la orilla del bosque encontróse también con la zorra, la cual le pidió que le perdonase la vida, y le dio su buen consejo. El joven, que era de buen corazón, dijo: — Nada temas, zorrita; no te haré ningún daño.
— No lo lamentarás —respondióle la zorra—. Y para que puedas avanzar más rápidamente, súbete en mi rabo.
No bien se hubo montado en él, echó la zorra a correr a campo traviesa, con tal rapidez que los cabellos silbaban al viento. Al llegar al pueblo desmontó el muchacho y, siguiendo el buen consejo de la zorra, hospedóse, sin titubeos, en la posada humilde, donde pasó una noche tranquila. A la mañana siguiente, en cuanto salió al campo esperábalo ya la zorra, que le dijo:
— Ahora te diré lo que debes hacer. Sigue siempre en línea recta; al fin, llegarás a un palacio, delante del cual habrá un gran número de soldados tumbados; pero no te preocupes, pues estarán durmiendo y roncando; pasa por en medio de ellos, entra en el palacio y recorre todos los aposentos, hasta que llegues a uno más pequeño, en el que hay un pájaro de oro encerrado en una jaula de madera. Al lado verás otra jaula de oro, bellísima pero vacía, pues sólo está como adorno: guárdate muy mucho de cambiar el pájaro de la jaula ordinaria a la lujosa, pues lo pasarías mal.
Pronunciadas estas palabras, la zorra volvió a extender la cola, y el príncipe montó en ella. Y otra vez empezó la carrera a campo traviesa, mientras los cabellos silbaban al viento. Al bajar frente al palacio, lo encontró todo tal y como le predijera la zorra. Entró el príncipe en el aposento donde se hallaba el pájaro de oro en su jaula de madera, al lado de la cual había otra dorada; y en el suelo vio las tres manzanas de su jardín. Pensó el joven que era lástima que un ave tan bella hubiese de alojarse en una jaula tan fea, por lo que, abriendo la puerta, cogió el animal y lo pasó a la otra. En aquel mismo momento el pájaro dejó oír un agudo grito; despertáronse los soldados y, prendiendo al muchacho, lo encerraron en un calabozo. A la mañana siguiente lo llevaron ante un tribunal, y, como confesó su intento, fue condenado a muerte. El Rey, empero, le ofreció perdonarle la vida a condición de que le trajese el caballo de oro, que era más veloz que el viento. Si lo hacía, le daría además, en premio, el pájaro de oro.
Púsose el príncipe en camino, suspirando tristemente; pues, ¿dónde iba a encontrar el caballo de oro? De pronto vio parada en el camino a su antigua amiga, la zorra.
— ¡Ves! —le dijo—. Esto te ha ocurrido por no hacerme caso. Pero no te desanimes; yo me preocupo de ti y te diré cómo puedes llegar al caballo de oro. Marcha siempre de frente, y llegarás a un palacio en cuyas cuadras está el animal. Delante de las cuadras estarán tendidos los caballerizos, durmiendo y roncando, y podrás sacar tranquilamente el caballo. Pero una cosa debo advertirte: ponle la silla mala de madera y cuero, y no la de oro que verás colgada a su lado; de otro modo, lo pasarás mal.
Y estirando la zorra el rabo, montó el príncipe en él y emprendieron la carrera a campo traviesa, con tanta velocidad, que los cabellos silbaban al viento. Todo ocurrió como la zorra había predicho; el muchacho llegó al establo donde se encontraba el caballo de oro. Pero al ir a ponerle la silla mala, pensó: —Es una vergüenza para un caballo tan hermoso el no ponerle la silla que le corresponde—. Mas apenas la de oro hubo tocado al animal, éste empezó a relinchar ruidosamente. Despertaron los mozos de cuadra, prendieron al joven príncipe y lo metieron en el calabozo. A la mañana siguiente, un tribunal le condenó a muerte; pero el Rey le prometió la vida y el caballo de oro si era capaz de traerle la bellísima princesa del Castillo de Oro.
Se puso en ruta el joven muy acongojado, y, por fortuna suya, no tardó en salirle al paso la fiel zorra.
— Debería abandonarte a tu desgracia —le dijo el animal— pero me das lástima y te ayudaré una vez más. Este camino lleva directamente al Castillo de Oro. Llegarás a él al atardecer, y por la noche, cuando todo esté tranquilo y silencioso, la hermosa princesa se dirigirá a la casa de los baños. Cuando entre, te lanzas sobre ella y le das un beso; ella te seguirá y podrás llevártela; pero, ¡guárdate de permitirle que se despida de sus padres, pues de otro modo lo pasarás mal!
Estiró la zorra el rabo, montóse el hijo del Rey, y otra vez a todo correr a campo traviesa, mientras los cabellos silbaban al viento.
Al llegar al Castillo de Oro, todo ocurrió como predijera la zorra. Esperó el príncipe hasta medianoche, y cuando todo el mundo dormía y la bella princesa se dirigió a los baños, avanzando él de improviso, le dio un beso. Díjole ella que se marcharía muy a gusto con él, pero le suplicó con lágrimas que le permitiese antes despedirse de sus padres. Al principio, el príncipe resistió a sus ruegos; pero al ver que la muchacha seguía llorando y se arrodillaba a sus pies, acabó por ceder. Apenas hubo tocado la princesa el lecho de su padre, despertóse éste y todas las gentes del castillo; prendieron al doncel y lo encarcelaron.
A la mañana siguiente le dijo el Rey: — Te has jugado la vida y la has perdido, sin embargo, te haré gracia de ella, si arrasas la montaña que se levanta delante de mis ventanas y me quita la vista —, y esto debes realizarlo en el espacio de ocho días. Si lo logras, recibirás en premio la mano de mi hija.
El príncipe se puso a manejar el pico y la pala sin descanso; pero cuando, transcurridos siete días, vio lo poco que había conseguido y que todo su esfuerzo ni siquiera se notaba, cayó en un gran abatimiento, con toda la esperanza perdida. Pero al anochecer del día séptimo se presentó la zorra y le dijo: — No mereces que me preocupe de ti; pero vete a dormir; yo haré el trabajo en tu lugar.
A la mañana, al despertar el mozo y asomarse a la ventana, la montaña había desaparecido. Corrió rebosante de gozo a presencia del Rey, y le dio cuenta de que su condición quedaba satisfecha, por lo que el Monarca, quieras que no, hubo de cumplir su palabra y entregarle a su hija.
Marcháronse los dos, y al poco rato se les acercó la zorra: — Tienes lo mejor, es cierto; pero a la doncella del Castillo de Oro le pertenece también el caballo de oro.
— ¿Y cómo podré ganármelo? —preguntó el joven.
— Voy a decírtelo. Ante todo, lleva a la hermosa doncella al Rey que te envió al Castillo de Oro. Se pondrá loco de alegría y te dará gustoso el caballo de oro. Tú lo montas sin dilación y alargas la mano a cada uno para estrechársela en despedida, dejando para último lugar a la princesa. Entonces la subes de un tirón a la grupa y te lanzas al galope; nadie podrá alcanzarte, pues el caballo es más veloz que el viento.
Todo sucedió así puntual y felizmente, y el príncipe se alejó con la bella princesa, montados ambos en el caballo de oro. La zorra no se quedó rezagada, y dijo al doncel:
— Ahora voy a ayudarte a conquistar el pájaro de oro. Cuando te encuentres en las cercanías del palacio donde mora el ave, haz que la princesa se apee; yo la guardaré. Tú te presentas en el patio del palacio con el caballo de oro; al verlo, habrá gran alegría, y te entregarán el pájaro. Cuando tengas la jaula en la mano, galoparás hacia donde estamos nosotras para recoger a la princesa.
Conseguido también esto y disponiéndose el príncipe a regresar a casa con sus tesoros, díjole la zorra: — Ahora debes recompensar mis servicios.
— ¿Qué recompensa deseas? —preguntó el joven.
— Cuando lleguemos al bosque, mátame de un tiro y córtame la cabeza y las patas.
— ¡Bonita prueba de gratitud sería ésta! —exclamó el mozo—; esto no puedo hacerlo.
A lo que replicó la zorra: — Si te niegas, no tengo más remedio que dejarte; pero antes voy a darte aún otro buen consejo. Guárdate de dos cosas: de comprar carne de horca y de sentarte al borde de un pozo. — Y, dichas estas palabras, se adentró en el bosque.
Pensó el muchacho: —¡Qué raro es este animal, y vaya ocurrencias las suyas! ¡Quién comprará carne de horca! Y en cuanto al capricho de sentarme al borde de un pozo, jamás me ha pasado por las mientes—.
Continuó su camino con la bella princesa y hubo de pasar por el pueblo donde se habían quedado sus hermanos. Notó en él gran revuelo y alboroto, y, al preguntar la causa, contestáronle que iban a ahorcar a dos individuos. Al acercarse vio que eran sus hermanos, los cuales habían cometido toda clase de tropelías y derrochado su hacienda. Preguntó él si no podría rescatarlos.
— Si queréis pagar por ellos —replicáronle—. Mas, ¿por qué emplear vuestro dinero en libertar a dos criminales?
Pero él, sin atender a razones, los rescató, y todos juntos tomaron el camino de su casa.
Al llegar al bosque donde por primera vez se encontraran con la zorra, como quiera que en él era la temperatura fresca y agradable, y fuera caía un sol achicharrante, dijeron los hermanos: — Vamos a descansar un poco junto al pozo; comeremos un bocado y beberemos un trago.
Avínose el menor y, olvidándose, con la animación de la charla, de la recomendación de la zorra, sentóse al borde del pozo sin pensar nada malo. Pero los dos hermanos le dieron un empujón y lo echaron al fondo; seguidamente se pusieron en camino, llevándose a la princesa, el caballo y el pájaro. Al llegar a casa, dijeron al Rey, su padre: — No solamente traemos el pájaro de oro, sino también el caballo de oro y la princesa del Castillo de Oro.
Hubo grandes fiestas y regocijos, y todo el mundo estaba muy contento, aparte el caballo, que se negaba a comer; el pájaro, que no quería cantar, y la princesa, que permanecía retraída y llorosa.
El hermano menor no había muerto, sin embargo. Afortunadamente el pozo estaba seco, y él fue a caer sobre un lecho de musgo, sin sufrir daño alguno; sólo que no podía salir de su prisión. Tampoco en aquel apuro lo abandonó su fiel zorra, la cual, acudiendo a toda prisa, le riñó por no haber seguido sus consejos.
— A pesar de todo, no puedo abandonarte a tu suerte —dijo—; te sacaré otra vez de este apuro. — Indicóle que se cogiese a su rabo, agarrándose fuertemente, y luego tiró hacia arriba—. Todavía no estás fuera de peligro —le dijo—, pues tus hermanos no están seguros de tu muerte, y han apostado guardianes en el bosque con orden de matarte si te dejas ver.
El joven trocó sus vestidos por los de un pobre viejo que encontró en el camino, y de esta manera pudo llegar al palacio del Rey, su padre. Nadie lo reconoció; pero el pájaro se puso a cantar, y el caballo a comer, mientras se secaban las lágrimas de los ojos de la princesa. Admirado, preguntó el Rey: — ¿Qué significa esto?
Y respondió la doncella: — No lo sé, pero me sentía muy triste y ahora estoy alegre. Me parece como si hubiese llegado mi legítimo esposo. — Y le contó todo lo que le había sucedido, a pesar de las amenazas de muerte que le habían hecho los dos hermanos, si los descubría. El Rey convocó a todos los que se hallaban en el palacio, y, así, compareció también su hijo menor, vestido de harapos como un pordiosero; pero la princesa lo reconoció en seguida y se le arrojó al cuello. Los perversos hermanos fueron detenidos y ajusticiados, y él se casó con la princesa y fue el heredero del Rey.
Pero, ¿y qué fue de la zorra? Lo vais a saber. Algún tiempo después, el príncipe volvió al bosque y se encontró con la zorra, la cual le dijo: — Tienes ya todo cuanto pudiste ambicionar; en cambio, mi desgracia no tiene fin, a pesar de que está en tus manos el salvarme.
Y nuevamente le suplicó que la matase de un tiro y le cortase la cabeza y las patas. Hízolo así el príncipe, y en el mismo instante se transformó la zorra en un hombre, que no era otro sino el hermano de la bella princesa, el cual, de este modo, quedó libre del hechizo que sobre él pesaba. Y ya nada faltó a la felicidad de todos, mientras vivieron.
Tenía el Rey tres hijos, y al oscurecer envió al mayor de centinela al jardín. A la medianoche, el príncipe no pudo resistir el sueño, y a la mañana siguiente faltaba otra manzana.
A la otra noche hubo de velar el hijo segundo; pero el resultado fue el mismo: al dar las doce se quedó dormido, y por la mañana faltaba una manzana más.
Llegó el turno de guardia al hijo tercero; éste estaba dispuesto a ir, pero el Rey no confiaba mucho en él, y pensaba que no tendría más éxito que sus hermanos; de todos modos, al fin se avino a que se encargara de la guardia. Instalóse el jovenzuelo bajo el árbol, con los ojos bien abiertos, y decidido a que no lo venciese el sueño. Al dar las doce oyó un rumor en el aire y, al resplandor de la luna, vio acercarse volando un pájaro cuyo plumaje brillaba como un ascua de oro. El ave se posó en el árbol, y tan pronto como cogió una manzana, el joven príncipe le disparó una flecha. El pájaro pudo aún escapar, pero la saeta lo había rozado y cayó al suelo una pluma de oro. Recogióla el mozo, y a la mañana la entregó al Rey, contándole lo ocurrido durante la noche. Convocó el Rey su Consejo, y los cortesanos declararon unánimemente que una pluma como aquella valía tanto como todo el reino.
— Si tan preciosa es esta pluma —dijo el Rey—, no me basta con ella; quiero tener el pájaro entero.
El hijo mayor se puso en camino; se tenía por listo, y no dudaba que encontraría el pájaro de oro. Había andado un cierto trecho, cuando vio en la linde de un bosque una zorra y, descolgándose la escopeta, dispúsose a disparar contra ella. Pero la zorra lo detuvo, exclamando:
— No me mates, y, en cambio, te daré un buen consejo. Sé que vas en busca del pájaro de oro y que esta noche llegarás a un pueblo donde hay dos posadas frente a frente. Una de ellas está profusamente iluminada, y en su interior hay gran jolgorio; pero guárdate de entrar en ella; ve a la otra, aunque sea poco atrayente su aspecto.
—¡Cómo puede darme un consejo este necio animal!—, pensó el príncipe, oprimiendo el gatillo; pero erró la puntería, y la zorra se adentró rápidamente en el bosque con el rabo tieso. Siguió el joven su camino, y al anochecer llegó al pueblo de las dos posadas, en una de las cuales todo era canto y baile, mientras la otra ofrecía un aspecto mísero y triste. —Tonto sería —díjose— si me hospedase en ese tabernucho destartalado en vez de hacerlo en esta hermosa fonda—. Así, entró en la posada alegre, y en ella se entregó al jolgorio olvidándose del pájaro, de su padre y de todas las buenas enseñanzas que había recibido.
Transcurrido un tiempo sin que regresara el hijo mayor, púsose el segundo en camino, en busca del pájaro de oro. Como su hermano, también él topó con la zorra, la cual diole el mismo consejo, sin que tampoco él lo atendiera. Llegó a las dos posadas, y su hermano, que estaba asomado a la ventana de la alegre, lo llamó e invitó a entrar. No supo resistir el mozo, y, pasando al interior, entregóse a los placeres y diversiones.
Al cabo de mucho tiempo, el hijo menor del Rey quiso salir, a su vez, a probar suerte; pero el padre se resistía.
— Es inútil —dijo—. Éste encontrará el pájaro de oro menos aún que sus hermanos; y si le ocurre una desgracia, no sabrá salir de apuros; es el menos despabilado de los tres.
No obstante, como el joven no lo dejaba en paz, dio al fin su consentimiento.
A la orilla del bosque encontróse también con la zorra, la cual le pidió que le perdonase la vida, y le dio su buen consejo. El joven, que era de buen corazón, dijo: — Nada temas, zorrita; no te haré ningún daño.
— No lo lamentarás —respondióle la zorra—. Y para que puedas avanzar más rápidamente, súbete en mi rabo.
No bien se hubo montado en él, echó la zorra a correr a campo traviesa, con tal rapidez que los cabellos silbaban al viento. Al llegar al pueblo desmontó el muchacho y, siguiendo el buen consejo de la zorra, hospedóse, sin titubeos, en la posada humilde, donde pasó una noche tranquila. A la mañana siguiente, en cuanto salió al campo esperábalo ya la zorra, que le dijo:
— Ahora te diré lo que debes hacer. Sigue siempre en línea recta; al fin, llegarás a un palacio, delante del cual habrá un gran número de soldados tumbados; pero no te preocupes, pues estarán durmiendo y roncando; pasa por en medio de ellos, entra en el palacio y recorre todos los aposentos, hasta que llegues a uno más pequeño, en el que hay un pájaro de oro encerrado en una jaula de madera. Al lado verás otra jaula de oro, bellísima pero vacía, pues sólo está como adorno: guárdate muy mucho de cambiar el pájaro de la jaula ordinaria a la lujosa, pues lo pasarías mal.
Pronunciadas estas palabras, la zorra volvió a extender la cola, y el príncipe montó en ella. Y otra vez empezó la carrera a campo traviesa, mientras los cabellos silbaban al viento. Al bajar frente al palacio, lo encontró todo tal y como le predijera la zorra. Entró el príncipe en el aposento donde se hallaba el pájaro de oro en su jaula de madera, al lado de la cual había otra dorada; y en el suelo vio las tres manzanas de su jardín. Pensó el joven que era lástima que un ave tan bella hubiese de alojarse en una jaula tan fea, por lo que, abriendo la puerta, cogió el animal y lo pasó a la otra. En aquel mismo momento el pájaro dejó oír un agudo grito; despertáronse los soldados y, prendiendo al muchacho, lo encerraron en un calabozo. A la mañana siguiente lo llevaron ante un tribunal, y, como confesó su intento, fue condenado a muerte. El Rey, empero, le ofreció perdonarle la vida a condición de que le trajese el caballo de oro, que era más veloz que el viento. Si lo hacía, le daría además, en premio, el pájaro de oro.
Púsose el príncipe en camino, suspirando tristemente; pues, ¿dónde iba a encontrar el caballo de oro? De pronto vio parada en el camino a su antigua amiga, la zorra.
— ¡Ves! —le dijo—. Esto te ha ocurrido por no hacerme caso. Pero no te desanimes; yo me preocupo de ti y te diré cómo puedes llegar al caballo de oro. Marcha siempre de frente, y llegarás a un palacio en cuyas cuadras está el animal. Delante de las cuadras estarán tendidos los caballerizos, durmiendo y roncando, y podrás sacar tranquilamente el caballo. Pero una cosa debo advertirte: ponle la silla mala de madera y cuero, y no la de oro que verás colgada a su lado; de otro modo, lo pasarás mal.
Y estirando la zorra el rabo, montó el príncipe en él y emprendieron la carrera a campo traviesa, con tanta velocidad, que los cabellos silbaban al viento. Todo ocurrió como la zorra había predicho; el muchacho llegó al establo donde se encontraba el caballo de oro. Pero al ir a ponerle la silla mala, pensó: —Es una vergüenza para un caballo tan hermoso el no ponerle la silla que le corresponde—. Mas apenas la de oro hubo tocado al animal, éste empezó a relinchar ruidosamente. Despertaron los mozos de cuadra, prendieron al joven príncipe y lo metieron en el calabozo. A la mañana siguiente, un tribunal le condenó a muerte; pero el Rey le prometió la vida y el caballo de oro si era capaz de traerle la bellísima princesa del Castillo de Oro.
Se puso en ruta el joven muy acongojado, y, por fortuna suya, no tardó en salirle al paso la fiel zorra.
— Debería abandonarte a tu desgracia —le dijo el animal— pero me das lástima y te ayudaré una vez más. Este camino lleva directamente al Castillo de Oro. Llegarás a él al atardecer, y por la noche, cuando todo esté tranquilo y silencioso, la hermosa princesa se dirigirá a la casa de los baños. Cuando entre, te lanzas sobre ella y le das un beso; ella te seguirá y podrás llevártela; pero, ¡guárdate de permitirle que se despida de sus padres, pues de otro modo lo pasarás mal!
Estiró la zorra el rabo, montóse el hijo del Rey, y otra vez a todo correr a campo traviesa, mientras los cabellos silbaban al viento.
Al llegar al Castillo de Oro, todo ocurrió como predijera la zorra. Esperó el príncipe hasta medianoche, y cuando todo el mundo dormía y la bella princesa se dirigió a los baños, avanzando él de improviso, le dio un beso. Díjole ella que se marcharía muy a gusto con él, pero le suplicó con lágrimas que le permitiese antes despedirse de sus padres. Al principio, el príncipe resistió a sus ruegos; pero al ver que la muchacha seguía llorando y se arrodillaba a sus pies, acabó por ceder. Apenas hubo tocado la princesa el lecho de su padre, despertóse éste y todas las gentes del castillo; prendieron al doncel y lo encarcelaron.
A la mañana siguiente le dijo el Rey: — Te has jugado la vida y la has perdido, sin embargo, te haré gracia de ella, si arrasas la montaña que se levanta delante de mis ventanas y me quita la vista —, y esto debes realizarlo en el espacio de ocho días. Si lo logras, recibirás en premio la mano de mi hija.
El príncipe se puso a manejar el pico y la pala sin descanso; pero cuando, transcurridos siete días, vio lo poco que había conseguido y que todo su esfuerzo ni siquiera se notaba, cayó en un gran abatimiento, con toda la esperanza perdida. Pero al anochecer del día séptimo se presentó la zorra y le dijo: — No mereces que me preocupe de ti; pero vete a dormir; yo haré el trabajo en tu lugar.
A la mañana, al despertar el mozo y asomarse a la ventana, la montaña había desaparecido. Corrió rebosante de gozo a presencia del Rey, y le dio cuenta de que su condición quedaba satisfecha, por lo que el Monarca, quieras que no, hubo de cumplir su palabra y entregarle a su hija.
Marcháronse los dos, y al poco rato se les acercó la zorra: — Tienes lo mejor, es cierto; pero a la doncella del Castillo de Oro le pertenece también el caballo de oro.
— ¿Y cómo podré ganármelo? —preguntó el joven.
— Voy a decírtelo. Ante todo, lleva a la hermosa doncella al Rey que te envió al Castillo de Oro. Se pondrá loco de alegría y te dará gustoso el caballo de oro. Tú lo montas sin dilación y alargas la mano a cada uno para estrechársela en despedida, dejando para último lugar a la princesa. Entonces la subes de un tirón a la grupa y te lanzas al galope; nadie podrá alcanzarte, pues el caballo es más veloz que el viento.
Todo sucedió así puntual y felizmente, y el príncipe se alejó con la bella princesa, montados ambos en el caballo de oro. La zorra no se quedó rezagada, y dijo al doncel:
— Ahora voy a ayudarte a conquistar el pájaro de oro. Cuando te encuentres en las cercanías del palacio donde mora el ave, haz que la princesa se apee; yo la guardaré. Tú te presentas en el patio del palacio con el caballo de oro; al verlo, habrá gran alegría, y te entregarán el pájaro. Cuando tengas la jaula en la mano, galoparás hacia donde estamos nosotras para recoger a la princesa.
Conseguido también esto y disponiéndose el príncipe a regresar a casa con sus tesoros, díjole la zorra: — Ahora debes recompensar mis servicios.
— ¿Qué recompensa deseas? —preguntó el joven.
— Cuando lleguemos al bosque, mátame de un tiro y córtame la cabeza y las patas.
— ¡Bonita prueba de gratitud sería ésta! —exclamó el mozo—; esto no puedo hacerlo.
A lo que replicó la zorra: — Si te niegas, no tengo más remedio que dejarte; pero antes voy a darte aún otro buen consejo. Guárdate de dos cosas: de comprar carne de horca y de sentarte al borde de un pozo. — Y, dichas estas palabras, se adentró en el bosque.
Pensó el muchacho: —¡Qué raro es este animal, y vaya ocurrencias las suyas! ¡Quién comprará carne de horca! Y en cuanto al capricho de sentarme al borde de un pozo, jamás me ha pasado por las mientes—.
Continuó su camino con la bella princesa y hubo de pasar por el pueblo donde se habían quedado sus hermanos. Notó en él gran revuelo y alboroto, y, al preguntar la causa, contestáronle que iban a ahorcar a dos individuos. Al acercarse vio que eran sus hermanos, los cuales habían cometido toda clase de tropelías y derrochado su hacienda. Preguntó él si no podría rescatarlos.
— Si queréis pagar por ellos —replicáronle—. Mas, ¿por qué emplear vuestro dinero en libertar a dos criminales?
Pero él, sin atender a razones, los rescató, y todos juntos tomaron el camino de su casa.
Al llegar al bosque donde por primera vez se encontraran con la zorra, como quiera que en él era la temperatura fresca y agradable, y fuera caía un sol achicharrante, dijeron los hermanos: — Vamos a descansar un poco junto al pozo; comeremos un bocado y beberemos un trago.
Avínose el menor y, olvidándose, con la animación de la charla, de la recomendación de la zorra, sentóse al borde del pozo sin pensar nada malo. Pero los dos hermanos le dieron un empujón y lo echaron al fondo; seguidamente se pusieron en camino, llevándose a la princesa, el caballo y el pájaro. Al llegar a casa, dijeron al Rey, su padre: — No solamente traemos el pájaro de oro, sino también el caballo de oro y la princesa del Castillo de Oro.
Hubo grandes fiestas y regocijos, y todo el mundo estaba muy contento, aparte el caballo, que se negaba a comer; el pájaro, que no quería cantar, y la princesa, que permanecía retraída y llorosa.
El hermano menor no había muerto, sin embargo. Afortunadamente el pozo estaba seco, y él fue a caer sobre un lecho de musgo, sin sufrir daño alguno; sólo que no podía salir de su prisión. Tampoco en aquel apuro lo abandonó su fiel zorra, la cual, acudiendo a toda prisa, le riñó por no haber seguido sus consejos.
— A pesar de todo, no puedo abandonarte a tu suerte —dijo—; te sacaré otra vez de este apuro. — Indicóle que se cogiese a su rabo, agarrándose fuertemente, y luego tiró hacia arriba—. Todavía no estás fuera de peligro —le dijo—, pues tus hermanos no están seguros de tu muerte, y han apostado guardianes en el bosque con orden de matarte si te dejas ver.
El joven trocó sus vestidos por los de un pobre viejo que encontró en el camino, y de esta manera pudo llegar al palacio del Rey, su padre. Nadie lo reconoció; pero el pájaro se puso a cantar, y el caballo a comer, mientras se secaban las lágrimas de los ojos de la princesa. Admirado, preguntó el Rey: — ¿Qué significa esto?
Y respondió la doncella: — No lo sé, pero me sentía muy triste y ahora estoy alegre. Me parece como si hubiese llegado mi legítimo esposo. — Y le contó todo lo que le había sucedido, a pesar de las amenazas de muerte que le habían hecho los dos hermanos, si los descubría. El Rey convocó a todos los que se hallaban en el palacio, y, así, compareció también su hijo menor, vestido de harapos como un pordiosero; pero la princesa lo reconoció en seguida y se le arrojó al cuello. Los perversos hermanos fueron detenidos y ajusticiados, y él se casó con la princesa y fue el heredero del Rey.
Pero, ¿y qué fue de la zorra? Lo vais a saber. Algún tiempo después, el príncipe volvió al bosque y se encontró con la zorra, la cual le dijo: — Tienes ya todo cuanto pudiste ambicionar; en cambio, mi desgracia no tiene fin, a pesar de que está en tus manos el salvarme.
Y nuevamente le suplicó que la matase de un tiro y le cortase la cabeza y las patas. Hízolo así el príncipe, y en el mismo instante se transformó la zorra en un hombre, que no era otro sino el hermano de la bella princesa, el cual, de este modo, quedó libre del hechizo que sobre él pesaba. Y ya nada faltó a la felicidad de todos, mientras vivieron.
viernes, 3 de septiembre de 2010
....."PIEL DE OSO"
Un joven se alistó en el ejército y se portó con mucho valor, siendo siempre el primero en todas las batallas. Todo fue bien durante la guerra, pero en cuanto se hizo la paz, recibió la licencia y orden para marcharse donde le diera la gana. Habían muerto sus padres y no tenía casa, suplicó a sus hermanos que le admitiesen en la suya hasta que volviese a comenzar la guerra; pero tenían el corazón muy duro y le respondieron que no podían hacer nada por él, que no servía para nada y que debía salir adelante como mejor pudiese. El pobre diablo no poseía más que su fusil, se lo echó a la espalda y se marchó a la ventura.
Llegó a un desierto muy grande, en el que no se veía más que un círculo de árboles. Se sentó allí a la sombra, pensando con tristeza en su suerte.
—No tengo dinero, no he aprendido ningún oficio; mientras ha habido guerra he podido servir al rey, pero ahora que se ha hecho la paz no sirvo para nada; según voy viendo tengo que morirme de hambre.
Al mismo tiempo oyó ruido y levantando los ojos, distinguió delante de sí a un desconocido vestido de verde con un traje muy lujoso, pero con un horrible pie de caballo.
—Sé lo que necesitas, le dijo el extraño, que es dinero; tendrás tanto como puedas desear, pero antes necesito saber si tienes miedo, pues no doy nada a los cobardes.
—Soldado y cobarde, respondió el joven, son dos palabras que no se han hermanado nunca. Puedes someterme a la prueba que quieras.
—Pues bien, repuso el forastero, mira detrás de ti.
El soldado se volvió y vio un enorme oso que iba a lanzarse sobre él dando horribles gruñidos.
—¡Ah! ¡ah! exclamó, voy a romperte las narices y a quitarte la gana de gruñir; y echándose el fusil a la cara, le dio un balazo en las narices y el oso cayó muerto en el acto.
—Veo, dijo el forastero, que no te falta valor, pero debes llenar además otras condiciones.
—Nada me detiene, replicó el soldado, que veía bien con quién tenía que habérseles, siempre que no se comprometa mi salvación eterna.
—Tú juzgarás por ti mismo, le respondió el hombre. Durante siete años no debes lavarte ni peinarte la barba ni el pelo, ni cortarte las uñas, ni rezar. Voy a darte un vestido y una capa que llevarás durante todo este tiempo. Si mueres en este intervalo me perteneces a mí, pero si vives más de los siete años, serás libre y rico para toda tu vida.
El soldado pensó en la gran miseria a que se veía reducido; él que había desafiado tantas veces la muerte, podía muy bien arriesgarse una vez más. Aceptó. El diablo se quitó su vestido verde y se le dio diciéndole:
—Mientras lleves puesto este vestido, siempre que metas la mano en el bolsillo sacarás un puñado de oro.
Después quitó la piel al oso y añadió:
—Esta será tu capa y también tu cama, pues no debes tener ninguna otra, y a causa de este vestido te llamarán Piel de Oso.
El diablo desapareció enseguida.
El soldado se puso su vestido y metiendo la mano en el bolsillo, vio que el diablo no le había engañado. Se endosó también la piel de oso y se puso a correr el mundo dándose buena vida y no careciendo de nada de lo que hace engordar a las gentes y enflaquecer al bolsillo. El primer año tenía una figura pasadera, pero al segundo tenía todo el aire de un monstruo. Los cabellos le cubrían la cara casi por completo, la barba se había mezclado con ellos, y se hallaba su rostro tan lleno de cieno, que si hubieran sembrado yerba en él hubiese nacido de seguro. Todo el mundo huía de él; sin embargo, como socorría a todos los pobres pidiéndoles rogasen a Dios porque no muriese en los siete años, y como hablaba como un hombre de bien, siempre hallaba buena acogida.
Al cuarto año entró en una posada, cuyo dueño no quería recibirle ni aun en la caballeriza, por temor de que no asustase a los caballos. Pero cuando Piel de Oso sacó un puñado de duros de su bolsillo, se dejó ganar el patrón y le dio un cuarto en la parte trasera del patio a condición de que no se dejaría ver para que no perdiese su reputación el establecimiento.
Una noche estaba sentado Piel de Oso en su cuarto, deseando de todo corazón la conclusión de los siete años, cuando oyó llorar en el cuarto inmediato. Como tenía buen corazón, abrió la puerta y vio a un anciano que sollozaba con la cabeza entre las manos. Pero viendo entrar a Piel de Oso, el hombre asustado quiso huir. Mas se tranquilizó por último oyendo una voz humana que le hablaba, y Piel de Oso concluyó, a fuerza de palabras amistosas, por hacerle referir la causa, de su disgusto. Había perdido todos sus bienes y estaba reducido con sus hijas a tal miseria que no podía pagar al huésped y le iban a poner preso.
—Si no tenéis otro cuidado, le dijo Piel de Oso, yo poseo dinero bastante para sacaros de vuestro apuro.
—Y mandando venir al posadero le pagó, y, dio además a aquel desgraciado una fuerte suma para sus necesidades.
El anciano, viéndose salvado, no sabía cómo manifestar su reconocimiento.
—Ven conmigo, le dijo; mis hijas son modelos de hermosura, elegirás una por mujer y no se negará en cuanto sepa lo que acabas de hacer por mí. Tu aire es en verdad un poco extraño, pero una mujer te reformará bien pronto.
Piel de Oso consintió en acompañar al anciano, mas cuando la hija mayor vio su horrible rostro, echó a correr asustada dando gritos de espanto. La segunda le miró a pie firme y después de haberle contemplado de arriba abajo, dijo:
—¿Cómo aceptar un marido que no tiene figura humana? Preferiría el oso afeitado que vi un día en la feria, y que estaba vestido de hombre con una pelliza de húsar y sus guantes blancos. Al menos no era más que feo y podía una acostumbrarse a él.
Pero la menor dijo:
—Querido padre, debe ser un hombre muy honrado, puesto que nos ha socorrido; le habéis prometido una mujer y es preciso hacer honor a vuestra palabra.
—Por desgracia el rostro de Piel de Oso estaba cubierto de pelo y de barro, pues si no se hubiera podido ver brillar la alegría que rebosó en su corazón al oír estas palabras. Quitó un anillo de su dedo, le partió en dos, dio la mitad a su prometida, recomendándola le guardase ínterin él conservaba la otra. En la mitad que la dio inscribió su propio nombre, y el de la joven en la que guardó para sí. Después se despidió de ella, diciendo:
—Os dejo hasta dentro de tres años, si vuelvo nos casaremos, pero si no vuelvo es que he muerto y entonces seréis libre.
Pedid a Dios que me conserve la vida.
La pobre joven estaba siempre triste desde aquel día y se la saltaban las lágrimas cuando se acordaba de su futuro marido. Sus hermanas, por su parte, la dirigían las chanzas más groseras.
—Ten cuidado, la decía la mayor, cuando le des la mano, no te desuelle con su pata.
—Desconfía de él, la decía la segunda; los osos son aficionados a la carne blanca; si le gusta te comerá.
—Tendrás que hacer siempre su voluntad, añadía la mayor, pues de otro modo no te faltarán gruñidos.
—Pero, añadía la segunda, el baile de la boda será alegre; los osos bailan mucho y bien.
La pobre joven dejaba hablar a sus hermanas sin incomodarse. En cuanto al hombre de la Piel de Oso, andaba siempre por el mundo haciendo todo el bien que podía y dando generosamente a los pobres para que pidiesen por él.
Cuando llegó al fin el último día de los siete años, volvió al desierto y se puso en la plazuela de árboles. Se levantó un aire muy fuerte, y no tardó en presentarse el diablo de muy mal humor; dio al soldado sus vestidos viejos y le pidió el suyo verde.
—Espera, dijo Piel de Oso, es preciso que me limpies antes.
El diablo se vio obligado, bien a pesar suyo, a ir a buscar agua y lavarle, peinarle el pelo y cortarlo las uñas. El joven tomó el aire de un bravo soldado mucho mejor mozo de lo que era antes.
Piel de Oso se sintió aliviado de un gran peso cuando partió el diablo sin atormentarle de ningún otro modo. Volvió a la ciudad, y se puso un magnífico vestido de terciopelo, y subiendo a un coche tirado por cuatro caballos, blancos, se hizo conducir a casa de su prometida. Nadie le conoció; el padre le tomó por un oficial superior y le condujo al cuarto donde se hallaban sus hijas. Las dos mayores le hicieron sentar a su lado, le sirvieron una excelente comida, y declarando que no habían visto nunca un caballero tan buen mozo. En cuanto a su prometida, estaba sentada enfrente de él con su vestido negro, los ojos bajos y sin decir una sola palabra.
El padre le preguntó, por último, si quería casarse con alguna de sus hijas, y las dos mayores corrieron a su cuarto para vestirse, pensando cada una de ellas que sería la preferida.
El forastero se quedó solo con su prometida, sacó la mitad del anillo que llevaba en el bolsillo y le echó en un vaso de vino que la ofreció.
Citando se puso a beber y distinguió aquel fragmento en el fondo del vaso; se estremeció su corazón de alegría.
Cogió la otra mitad que llevaba colgada al cuello y la acercó a la primera, uniéndose ambas exactamente. Entonces él la dijo:
—Soy tu prometido, el que has visto bajo una piel de oso; ahora, por la gracia de Dios, he recobrado la figura humana y estoy purificado de mis pecados.
Y tomándola en sus brazos, la estrechaba en ellos cariñosamente en el momento mismo en que entraban sus dos hermanas con sus magníficos trajes; pero cuando vieron que aquel joven tan buen mozo era para su hermana y que era el hombre de la piel de oso, se marcharon llenas de disgusto y cólera. La primera se tiró a un pozo y la segunda se colgó de un árbol.
Por la noche llamaron a la puerta, y yendo, a abrir el marido, vio al diablo con su vestido verde que le dijo:
—No he salido mal; he perdido un alma pero he ganado dos.
Llegó a un desierto muy grande, en el que no se veía más que un círculo de árboles. Se sentó allí a la sombra, pensando con tristeza en su suerte.
—No tengo dinero, no he aprendido ningún oficio; mientras ha habido guerra he podido servir al rey, pero ahora que se ha hecho la paz no sirvo para nada; según voy viendo tengo que morirme de hambre.
Al mismo tiempo oyó ruido y levantando los ojos, distinguió delante de sí a un desconocido vestido de verde con un traje muy lujoso, pero con un horrible pie de caballo.
—Sé lo que necesitas, le dijo el extraño, que es dinero; tendrás tanto como puedas desear, pero antes necesito saber si tienes miedo, pues no doy nada a los cobardes.
—Soldado y cobarde, respondió el joven, son dos palabras que no se han hermanado nunca. Puedes someterme a la prueba que quieras.
—Pues bien, repuso el forastero, mira detrás de ti.
El soldado se volvió y vio un enorme oso que iba a lanzarse sobre él dando horribles gruñidos.
—¡Ah! ¡ah! exclamó, voy a romperte las narices y a quitarte la gana de gruñir; y echándose el fusil a la cara, le dio un balazo en las narices y el oso cayó muerto en el acto.
—Veo, dijo el forastero, que no te falta valor, pero debes llenar además otras condiciones.
—Nada me detiene, replicó el soldado, que veía bien con quién tenía que habérseles, siempre que no se comprometa mi salvación eterna.
—Tú juzgarás por ti mismo, le respondió el hombre. Durante siete años no debes lavarte ni peinarte la barba ni el pelo, ni cortarte las uñas, ni rezar. Voy a darte un vestido y una capa que llevarás durante todo este tiempo. Si mueres en este intervalo me perteneces a mí, pero si vives más de los siete años, serás libre y rico para toda tu vida.
El soldado pensó en la gran miseria a que se veía reducido; él que había desafiado tantas veces la muerte, podía muy bien arriesgarse una vez más. Aceptó. El diablo se quitó su vestido verde y se le dio diciéndole:
—Mientras lleves puesto este vestido, siempre que metas la mano en el bolsillo sacarás un puñado de oro.
Después quitó la piel al oso y añadió:
—Esta será tu capa y también tu cama, pues no debes tener ninguna otra, y a causa de este vestido te llamarán Piel de Oso.
El diablo desapareció enseguida.
El soldado se puso su vestido y metiendo la mano en el bolsillo, vio que el diablo no le había engañado. Se endosó también la piel de oso y se puso a correr el mundo dándose buena vida y no careciendo de nada de lo que hace engordar a las gentes y enflaquecer al bolsillo. El primer año tenía una figura pasadera, pero al segundo tenía todo el aire de un monstruo. Los cabellos le cubrían la cara casi por completo, la barba se había mezclado con ellos, y se hallaba su rostro tan lleno de cieno, que si hubieran sembrado yerba en él hubiese nacido de seguro. Todo el mundo huía de él; sin embargo, como socorría a todos los pobres pidiéndoles rogasen a Dios porque no muriese en los siete años, y como hablaba como un hombre de bien, siempre hallaba buena acogida.
Al cuarto año entró en una posada, cuyo dueño no quería recibirle ni aun en la caballeriza, por temor de que no asustase a los caballos. Pero cuando Piel de Oso sacó un puñado de duros de su bolsillo, se dejó ganar el patrón y le dio un cuarto en la parte trasera del patio a condición de que no se dejaría ver para que no perdiese su reputación el establecimiento.
Una noche estaba sentado Piel de Oso en su cuarto, deseando de todo corazón la conclusión de los siete años, cuando oyó llorar en el cuarto inmediato. Como tenía buen corazón, abrió la puerta y vio a un anciano que sollozaba con la cabeza entre las manos. Pero viendo entrar a Piel de Oso, el hombre asustado quiso huir. Mas se tranquilizó por último oyendo una voz humana que le hablaba, y Piel de Oso concluyó, a fuerza de palabras amistosas, por hacerle referir la causa, de su disgusto. Había perdido todos sus bienes y estaba reducido con sus hijas a tal miseria que no podía pagar al huésped y le iban a poner preso.
—Si no tenéis otro cuidado, le dijo Piel de Oso, yo poseo dinero bastante para sacaros de vuestro apuro.
—Y mandando venir al posadero le pagó, y, dio además a aquel desgraciado una fuerte suma para sus necesidades.
El anciano, viéndose salvado, no sabía cómo manifestar su reconocimiento.
—Ven conmigo, le dijo; mis hijas son modelos de hermosura, elegirás una por mujer y no se negará en cuanto sepa lo que acabas de hacer por mí. Tu aire es en verdad un poco extraño, pero una mujer te reformará bien pronto.
Piel de Oso consintió en acompañar al anciano, mas cuando la hija mayor vio su horrible rostro, echó a correr asustada dando gritos de espanto. La segunda le miró a pie firme y después de haberle contemplado de arriba abajo, dijo:
—¿Cómo aceptar un marido que no tiene figura humana? Preferiría el oso afeitado que vi un día en la feria, y que estaba vestido de hombre con una pelliza de húsar y sus guantes blancos. Al menos no era más que feo y podía una acostumbrarse a él.
Pero la menor dijo:
—Querido padre, debe ser un hombre muy honrado, puesto que nos ha socorrido; le habéis prometido una mujer y es preciso hacer honor a vuestra palabra.
—Por desgracia el rostro de Piel de Oso estaba cubierto de pelo y de barro, pues si no se hubiera podido ver brillar la alegría que rebosó en su corazón al oír estas palabras. Quitó un anillo de su dedo, le partió en dos, dio la mitad a su prometida, recomendándola le guardase ínterin él conservaba la otra. En la mitad que la dio inscribió su propio nombre, y el de la joven en la que guardó para sí. Después se despidió de ella, diciendo:
—Os dejo hasta dentro de tres años, si vuelvo nos casaremos, pero si no vuelvo es que he muerto y entonces seréis libre.
Pedid a Dios que me conserve la vida.
La pobre joven estaba siempre triste desde aquel día y se la saltaban las lágrimas cuando se acordaba de su futuro marido. Sus hermanas, por su parte, la dirigían las chanzas más groseras.
—Ten cuidado, la decía la mayor, cuando le des la mano, no te desuelle con su pata.
—Desconfía de él, la decía la segunda; los osos son aficionados a la carne blanca; si le gusta te comerá.
—Tendrás que hacer siempre su voluntad, añadía la mayor, pues de otro modo no te faltarán gruñidos.
—Pero, añadía la segunda, el baile de la boda será alegre; los osos bailan mucho y bien.
La pobre joven dejaba hablar a sus hermanas sin incomodarse. En cuanto al hombre de la Piel de Oso, andaba siempre por el mundo haciendo todo el bien que podía y dando generosamente a los pobres para que pidiesen por él.
Cuando llegó al fin el último día de los siete años, volvió al desierto y se puso en la plazuela de árboles. Se levantó un aire muy fuerte, y no tardó en presentarse el diablo de muy mal humor; dio al soldado sus vestidos viejos y le pidió el suyo verde.
—Espera, dijo Piel de Oso, es preciso que me limpies antes.
El diablo se vio obligado, bien a pesar suyo, a ir a buscar agua y lavarle, peinarle el pelo y cortarlo las uñas. El joven tomó el aire de un bravo soldado mucho mejor mozo de lo que era antes.
Piel de Oso se sintió aliviado de un gran peso cuando partió el diablo sin atormentarle de ningún otro modo. Volvió a la ciudad, y se puso un magnífico vestido de terciopelo, y subiendo a un coche tirado por cuatro caballos, blancos, se hizo conducir a casa de su prometida. Nadie le conoció; el padre le tomó por un oficial superior y le condujo al cuarto donde se hallaban sus hijas. Las dos mayores le hicieron sentar a su lado, le sirvieron una excelente comida, y declarando que no habían visto nunca un caballero tan buen mozo. En cuanto a su prometida, estaba sentada enfrente de él con su vestido negro, los ojos bajos y sin decir una sola palabra.
El padre le preguntó, por último, si quería casarse con alguna de sus hijas, y las dos mayores corrieron a su cuarto para vestirse, pensando cada una de ellas que sería la preferida.
El forastero se quedó solo con su prometida, sacó la mitad del anillo que llevaba en el bolsillo y le echó en un vaso de vino que la ofreció.
Citando se puso a beber y distinguió aquel fragmento en el fondo del vaso; se estremeció su corazón de alegría.
Cogió la otra mitad que llevaba colgada al cuello y la acercó a la primera, uniéndose ambas exactamente. Entonces él la dijo:
—Soy tu prometido, el que has visto bajo una piel de oso; ahora, por la gracia de Dios, he recobrado la figura humana y estoy purificado de mis pecados.
Y tomándola en sus brazos, la estrechaba en ellos cariñosamente en el momento mismo en que entraban sus dos hermanas con sus magníficos trajes; pero cuando vieron que aquel joven tan buen mozo era para su hermana y que era el hombre de la piel de oso, se marcharon llenas de disgusto y cólera. La primera se tiró a un pozo y la segunda se colgó de un árbol.
Por la noche llamaron a la puerta, y yendo, a abrir el marido, vio al diablo con su vestido verde que le dijo:
—No he salido mal; he perdido un alma pero he ganado dos.
....."LAS TRES HILANDERAS"
Erase una niña muy holgazana que no quería hilar. Ya podía desgañitarse su madre, no había modo de obligarla. Hasta que la buena mujer perdió la paciencia de tal forma, que la emprendió a bofetadas, y la chica se puso a llorar a voz en grito. Acertaba a pasar en aquel momento la Reina, y, al oír los lamentos, hizo parar la carroza, entró en la casa y preguntó a la madre por qué pegaba a su hija de aquella manera, pues sus gritos se oían desde la calle. Avergonzada la mujer de tener que pregonar la holgazanería de su hija, respondió a la Reina:
—No puedo sacarla de la rueca; todo el tiempo se estaría hilando; pero soy pobre y no puedo comprar tanto lino.
Dijo entonces la Reina:
—No hay nada que me guste tanto como oír hilar; me encanta el zumbar de los tornos. Dejad venir a vuestra hija a palacio conmigo. Tengo lino en abundancia y podrá hilar cuanto guste.
La madre asintió a ello muy contenta, y la Reina se llevó a la muchacha. Llegadas a palacio, condújola a tres aposentos del piso alto, que estaban llenos hasta el techo de magnífico lino.
—Vas a hilarme este lino —le dijo—, y cuando hayas terminado te daré por esposo a mi hijo mayor. Nada me importa que seas pobre; una joven hacendosa lleva consigo su propia dote.
La muchacha sintió en su interior una gran congoja, pues aquel lino no había quien lo hilara, aunque viviera trescientos años y no hiciera otra cosa desde la mañana a la noche.
Al quedarse sola, se echó a llorar y así se estuvo tres días sin mover una mano. Al tercer día presentóse la Reina, y extrañóse al ver que nada tenía hecho aún; pero la moza se excusó diciendo que no había podido empezar todavía por la mucha pena que le daba el estar separada de su madre. Contentóse la Reina con esta excusa, pero le dijo:
—Mañana tienes que empezar el trabajo.
Nuevamente sola, la muchacha, sin saber qué hacer ni cómo salir de apuros, asomóse en su desazón, a la ventana y vio que se acercaban tres mujeres: la primera tenía uno de los pies muy ancho y plano; la segunda un labio inferior enorme, que le caía sobre la barbilla; y la tercera, un dedo pulgar abultadísimo. Las tres se detuvieron ante la ventana y, levantando la mirada, preguntaron a la niña qué le ocurría. Contóles ella su cuita, y las mujeres le brindaron su ayuda:
—Si te avienes a invitarnos a la boda, sin avergonzarte de nosotras, nos llamas primas y nos sientas a tu mesa, hilaremos para ti todo este lino en un santiamén.
—Con toda el alma os lo prometo —respondió la muchacha—. Entrad y podéis empezar ahora mismo.
Hizo entrar, pues, a las tres extrañas mujeres, y en la primera habitación desalojó un espacio donde pudieran instalarse.
Inmediatamente pusieron manos a la obra. La primera tiraba de la hebra y hacía girar la rueda con el pie; la segunda, humedecía el hilo, la tercera lo retorcía, aplicándolo contra la mesa con el dedo, y a cada golpe de pulgar caía al suelo un montón de hilo de lo más fino. Cada vez que venía la Reina, la muchacha escondía a las hilanderas y le mostraba el lino hilado; la Reina se admiraba, deshaciéndose en alabanzas de la moza. Cuando estuvo terminado el lino de la primera habitación, pasaron a la segunda, y después a la tercera, y no tardó en quedar lista toda la labor. Despidiéronse entonces las tres mujeres, diciendo a la muchacha:
—No olvides tu promesa; es por tu bien.
Cuando la doncella mostró a la Reina los cuartos vacíos y la grandísima cantidad de lino hilado, se fijó enseguida el día para la boda. El novio estaba encantado de tener una esposa tan hábil y laboriosa, y no cesaba de ponderarla.
—Tengo tres primas —dijo la muchacha—, a quienes debo grandes favores, y no quiero olvidarme de ellas en la hora de mi dicha. Permitidme, pues, que las invite a la boda y las siente a nuestra mesa.
A lo cual respondieron la Reina y su hijo:
—¿Y por qué no habríamos de invitarlas?
Así, el día de la fiesta se presentaron las tres mujeres, magníficamente ataviadas, y la novia salió a recibirlas diciéndoles:
—¡Bienvenidas, queridas primas!
—¡Uf! —exclamó el novio—. ¡Cuidado que son feas tus parientas!
Y, dirigiéndose a la del enorme pie plano, le preguntó:
—¿Cómo tenéis este pie tan grande?
—De hacer girar el torno —dijo ella—, de hacer girar el torno.
Pasó entonces el príncipe a la segunda:
—¿Y por qué os cuelga tanto este labio?
—De tanto lamer la hebra —contestó la mujer—, de tanto lamer la hebra.
Y a la tercera
—¿Y cómo tenéis este pulgar tan achatado?
—De tanto torcer el hilo —replicó ella—, de tanto torcer el hilo.
Asustado, exclamó el hijo de la Reina:
—Jamás mi linda esposa tocará una rueca.
Y con esto se terminó la pesadilla del hilado.
—No puedo sacarla de la rueca; todo el tiempo se estaría hilando; pero soy pobre y no puedo comprar tanto lino.
Dijo entonces la Reina:
—No hay nada que me guste tanto como oír hilar; me encanta el zumbar de los tornos. Dejad venir a vuestra hija a palacio conmigo. Tengo lino en abundancia y podrá hilar cuanto guste.
La madre asintió a ello muy contenta, y la Reina se llevó a la muchacha. Llegadas a palacio, condújola a tres aposentos del piso alto, que estaban llenos hasta el techo de magnífico lino.
—Vas a hilarme este lino —le dijo—, y cuando hayas terminado te daré por esposo a mi hijo mayor. Nada me importa que seas pobre; una joven hacendosa lleva consigo su propia dote.
La muchacha sintió en su interior una gran congoja, pues aquel lino no había quien lo hilara, aunque viviera trescientos años y no hiciera otra cosa desde la mañana a la noche.
Al quedarse sola, se echó a llorar y así se estuvo tres días sin mover una mano. Al tercer día presentóse la Reina, y extrañóse al ver que nada tenía hecho aún; pero la moza se excusó diciendo que no había podido empezar todavía por la mucha pena que le daba el estar separada de su madre. Contentóse la Reina con esta excusa, pero le dijo:
—Mañana tienes que empezar el trabajo.
Nuevamente sola, la muchacha, sin saber qué hacer ni cómo salir de apuros, asomóse en su desazón, a la ventana y vio que se acercaban tres mujeres: la primera tenía uno de los pies muy ancho y plano; la segunda un labio inferior enorme, que le caía sobre la barbilla; y la tercera, un dedo pulgar abultadísimo. Las tres se detuvieron ante la ventana y, levantando la mirada, preguntaron a la niña qué le ocurría. Contóles ella su cuita, y las mujeres le brindaron su ayuda:
—Si te avienes a invitarnos a la boda, sin avergonzarte de nosotras, nos llamas primas y nos sientas a tu mesa, hilaremos para ti todo este lino en un santiamén.
—Con toda el alma os lo prometo —respondió la muchacha—. Entrad y podéis empezar ahora mismo.
Hizo entrar, pues, a las tres extrañas mujeres, y en la primera habitación desalojó un espacio donde pudieran instalarse.
Inmediatamente pusieron manos a la obra. La primera tiraba de la hebra y hacía girar la rueda con el pie; la segunda, humedecía el hilo, la tercera lo retorcía, aplicándolo contra la mesa con el dedo, y a cada golpe de pulgar caía al suelo un montón de hilo de lo más fino. Cada vez que venía la Reina, la muchacha escondía a las hilanderas y le mostraba el lino hilado; la Reina se admiraba, deshaciéndose en alabanzas de la moza. Cuando estuvo terminado el lino de la primera habitación, pasaron a la segunda, y después a la tercera, y no tardó en quedar lista toda la labor. Despidiéronse entonces las tres mujeres, diciendo a la muchacha:
—No olvides tu promesa; es por tu bien.
Cuando la doncella mostró a la Reina los cuartos vacíos y la grandísima cantidad de lino hilado, se fijó enseguida el día para la boda. El novio estaba encantado de tener una esposa tan hábil y laboriosa, y no cesaba de ponderarla.
—Tengo tres primas —dijo la muchacha—, a quienes debo grandes favores, y no quiero olvidarme de ellas en la hora de mi dicha. Permitidme, pues, que las invite a la boda y las siente a nuestra mesa.
A lo cual respondieron la Reina y su hijo:
—¿Y por qué no habríamos de invitarlas?
Así, el día de la fiesta se presentaron las tres mujeres, magníficamente ataviadas, y la novia salió a recibirlas diciéndoles:
—¡Bienvenidas, queridas primas!
—¡Uf! —exclamó el novio—. ¡Cuidado que son feas tus parientas!
Y, dirigiéndose a la del enorme pie plano, le preguntó:
—¿Cómo tenéis este pie tan grande?
—De hacer girar el torno —dijo ella—, de hacer girar el torno.
Pasó entonces el príncipe a la segunda:
—¿Y por qué os cuelga tanto este labio?
—De tanto lamer la hebra —contestó la mujer—, de tanto lamer la hebra.
Y a la tercera
—¿Y cómo tenéis este pulgar tan achatado?
—De tanto torcer el hilo —replicó ella—, de tanto torcer el hilo.
Asustado, exclamó el hijo de la Reina:
—Jamás mi linda esposa tocará una rueca.
Y con esto se terminó la pesadilla del hilado.
....."EL ÁNGEL"
Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo un ángel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allá arriba más hermosas aún que en el suelo. Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores, pero a la que más le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados.
He aquí lo que contaba un ángel de Dios Nuestro Señor mientras se llevaba al cielo a un niño muerto; y el niño lo escuchaba como en sueños. Volaron por encima de los diferentes lugares donde el pequeño había jugado, y pasaron por jardines de flores espléndidas.
—¿Cuál nos llevaremos para plantarla en el cielo? —preguntó el ángel.
Crecía allí un magnífico y esbelto rosal, pero una mano perversa había tronchado el tronco, por lo que todas las ramas, cuajadas de grandes capullos semiabiertos, colgaban secas en todas direcciones.
—¡Pobre rosal! —exclamó el niño—. Llévatelo; junto a Dios florecerá.
Y el ángel lo cogió, dando un beso al niño por sus palabras; y el pequeñuelo entreabrió los ojos.
Recogieron luego muchas flores magníficas, pero también humildes ranúnculos y violetas silvestres.
—Ya tenemos un buen ramillete —dijo el niño; y el ángel asintió con la cabeza, pero no emprendió enseguida el vuelo hacia Dios. Era de noche, y reinaba un silencio absoluto; ambos se quedaron en la gran ciudad, flotando en el aire por uno de sus angostos callejones, donde yacían montones de paja y cenizas; había habido mudanza: se veían cascos de loza, pedazos de yeso, trapos y viejos sombreros, todo ello de aspecto muy poco atractivo.
Entre todos aquellos desperdicios, el ángel señaló los trozos de un tiesto roto; de éste se había desprendido un terrón, con las raíces, de una gran flor silvestre ya seca, que por eso alguien había arrojado a la calleja.
—Vamos a llevárnosla —dijo el ángel—. Mientras volamos te contaré por qué.
Remontaron el vuelo, y el ángel dio principio a su relato:
—En aquel angosto callejón, en una baja bodega, vivía un pobre niño enfermo. Desde el día de su nacimiento estuvo en la mayor miseria; todo lo que pudo hacer en su vida fue cruzar su diminuto cuartucho sostenido en dos muletas; su felicidad no pasó de aquí. Algunos días de verano, unos rayos de sol entraban hasta la bodega, nada más que media horita, y entonces el pequeño se calentaba al sol y miraba cómo se transparentaba la sangre en sus flacos dedos, que mantenía levantados delante el rostro, diciendo: «Sí, hoy he podido salir». Sabía del bosque y de sus bellísimos verdores primaverales, sólo porque el hijo del vecino le traía la primera rama de haya. Se la ponía sobre la cabeza y soñaba que se encontraba debajo del árbol, en cuya copa brillaba el sol y cantaban los pájaros.
Un día de primavera, su vecinito le trajo también flores del campo, y, entre ellas venía casualmente una con la raíz; por eso la plantaron en una maceta, que colocaron junto a la cama, al lado de la ventana. Había plantado aquella flor una mano afortunada, pues, creció, sacó nuevas ramas y floreció cada año; para el muchacho enfermo fue el jardín más espléndido, su pequeño tesoro aquí en la Tierra. La regaba y cuidaba, preocupándose de que recibiese hasta el último de los rayos de sol que penetraban por la ventanita; la propia flor formaba parte de sus sueños, pues para él florecía, para él esparcía su aroma y alegraba la vista; a ella se volvió en el momento de la muerte, cuando el Señor lo llamó a su seno. Lleva ya un año junto a Dios, y durante todo el año la plantita ha seguido en la ventana, olvidada y seca; por eso, cuando la mudanza, la arrojaron a la basura de la calle. Y ésta es la flor, la pobre florecilla marchita que hemos puesto en nuestro ramillete, pues ha proporcionado más alegría que la más bella del jardín de una reina.
—Pero, ¿cómo sabes todo esto? —preguntó el niño que el ángel llevaba al cielo.
—Lo sé —respondió el ángel—, porque yo fui aquel pobre niño enfermo que se sostenía sobre muletas. ¡Y bien conozco mi flor!
El pequeño abrió de par en par los ojos y clavó la mirada en el rostro esplendoroso del ángel; y en el mismo momento se encontraron en el Cielo de Nuestro Señor, donde reina la alegría y la bienaventuranza. Dios apretó al niño muerto contra su corazón, y al instante le salieron a éste alas como a los demás ángeles, y con ellos se echó a volar, cogido de las manos. Nuestro Señor apretó también contra su pecho todas las flores, pero a la marchita silvestre la besó, infundiéndole voz, y ella rompió a cantar con el coro de angelitos que rodean al Altísimo, algunos muy de cerca otros formando círculos en torno a los primeros, círculos que se extienden hasta el infinito, pero todos rebosantes de felicidad. Y todos cantaban, grandes y chicos, junto con el buen chiquillo bienaventurado y la pobre flor silvestre que había estado abandonada, entre la basura de la calleja estrecha y oscura, el día de la mudanza.
He aquí lo que contaba un ángel de Dios Nuestro Señor mientras se llevaba al cielo a un niño muerto; y el niño lo escuchaba como en sueños. Volaron por encima de los diferentes lugares donde el pequeño había jugado, y pasaron por jardines de flores espléndidas.
—¿Cuál nos llevaremos para plantarla en el cielo? —preguntó el ángel.
Crecía allí un magnífico y esbelto rosal, pero una mano perversa había tronchado el tronco, por lo que todas las ramas, cuajadas de grandes capullos semiabiertos, colgaban secas en todas direcciones.
—¡Pobre rosal! —exclamó el niño—. Llévatelo; junto a Dios florecerá.
Y el ángel lo cogió, dando un beso al niño por sus palabras; y el pequeñuelo entreabrió los ojos.
Recogieron luego muchas flores magníficas, pero también humildes ranúnculos y violetas silvestres.
—Ya tenemos un buen ramillete —dijo el niño; y el ángel asintió con la cabeza, pero no emprendió enseguida el vuelo hacia Dios. Era de noche, y reinaba un silencio absoluto; ambos se quedaron en la gran ciudad, flotando en el aire por uno de sus angostos callejones, donde yacían montones de paja y cenizas; había habido mudanza: se veían cascos de loza, pedazos de yeso, trapos y viejos sombreros, todo ello de aspecto muy poco atractivo.
Entre todos aquellos desperdicios, el ángel señaló los trozos de un tiesto roto; de éste se había desprendido un terrón, con las raíces, de una gran flor silvestre ya seca, que por eso alguien había arrojado a la calleja.
—Vamos a llevárnosla —dijo el ángel—. Mientras volamos te contaré por qué.
Remontaron el vuelo, y el ángel dio principio a su relato:
—En aquel angosto callejón, en una baja bodega, vivía un pobre niño enfermo. Desde el día de su nacimiento estuvo en la mayor miseria; todo lo que pudo hacer en su vida fue cruzar su diminuto cuartucho sostenido en dos muletas; su felicidad no pasó de aquí. Algunos días de verano, unos rayos de sol entraban hasta la bodega, nada más que media horita, y entonces el pequeño se calentaba al sol y miraba cómo se transparentaba la sangre en sus flacos dedos, que mantenía levantados delante el rostro, diciendo: «Sí, hoy he podido salir». Sabía del bosque y de sus bellísimos verdores primaverales, sólo porque el hijo del vecino le traía la primera rama de haya. Se la ponía sobre la cabeza y soñaba que se encontraba debajo del árbol, en cuya copa brillaba el sol y cantaban los pájaros.
Un día de primavera, su vecinito le trajo también flores del campo, y, entre ellas venía casualmente una con la raíz; por eso la plantaron en una maceta, que colocaron junto a la cama, al lado de la ventana. Había plantado aquella flor una mano afortunada, pues, creció, sacó nuevas ramas y floreció cada año; para el muchacho enfermo fue el jardín más espléndido, su pequeño tesoro aquí en la Tierra. La regaba y cuidaba, preocupándose de que recibiese hasta el último de los rayos de sol que penetraban por la ventanita; la propia flor formaba parte de sus sueños, pues para él florecía, para él esparcía su aroma y alegraba la vista; a ella se volvió en el momento de la muerte, cuando el Señor lo llamó a su seno. Lleva ya un año junto a Dios, y durante todo el año la plantita ha seguido en la ventana, olvidada y seca; por eso, cuando la mudanza, la arrojaron a la basura de la calle. Y ésta es la flor, la pobre florecilla marchita que hemos puesto en nuestro ramillete, pues ha proporcionado más alegría que la más bella del jardín de una reina.
—Pero, ¿cómo sabes todo esto? —preguntó el niño que el ángel llevaba al cielo.
—Lo sé —respondió el ángel—, porque yo fui aquel pobre niño enfermo que se sostenía sobre muletas. ¡Y bien conozco mi flor!
El pequeño abrió de par en par los ojos y clavó la mirada en el rostro esplendoroso del ángel; y en el mismo momento se encontraron en el Cielo de Nuestro Señor, donde reina la alegría y la bienaventuranza. Dios apretó al niño muerto contra su corazón, y al instante le salieron a éste alas como a los demás ángeles, y con ellos se echó a volar, cogido de las manos. Nuestro Señor apretó también contra su pecho todas las flores, pero a la marchita silvestre la besó, infundiéndole voz, y ella rompió a cantar con el coro de angelitos que rodean al Altísimo, algunos muy de cerca otros formando círculos en torno a los primeros, círculos que se extienden hasta el infinito, pero todos rebosantes de felicidad. Y todos cantaban, grandes y chicos, junto con el buen chiquillo bienaventurado y la pobre flor silvestre que había estado abandonada, entre la basura de la calleja estrecha y oscura, el día de la mudanza.
...."EL HOMBRE QUE TOCA LA FLAUTA CELESTIAL"
Hace muchísimos años, al pie de las montañas Cinco Dedos, vivía un hombre que tocaba maravillosamente la flauta de bambú. Tan bien la tocaba que la oropéndola no se atrevía a competir con él, el mirlo no entonaba tan bellas melodías y ni siquiera la alondra trinaba con tan rica sonoridad. Cuando empezaba a tocar la flauta, los pájaros se detenían en pleno vuelo, los campesinos que labraban la tierra, dejaban sus faenas; los ancianos se sentían rejuvenecer y los niños saltaban de alegría... Y tan hermosa era su música que la gente creía que había bajado del cielo, por lo que le apodaron “Hombre que toca la flauta celestial”.
Un día, el Rey-Dragón del Mar del Sur agasajó a las divinidades con un banquete en la playa. Ocho mil genios con ricas ropas exóticas charlaban y gozaban bebiendo en torno del anfitrión, que llevaba un hábito ceñido con un cinturón de jade. Y precisamente aquel mismo día de la fiesta, después de haber andado diez días y diez noches, el “Hombre que toca la flauta celestial” llegó a la playa para pescar. Tendió la red sobre el mar apacible, se sentó sobre una piedra limpia y lisa y comenzó a tocar la flauta. En ese mismo instante, cuando el Rey-Dragón levantaba la copa para brindar con sus huéspedes, oyó un sonido tan maravilloso como nunca había creído oír. Todos y cada uno de los dioses se quedaron en suspenso, incluso se olvidaron de las mesas repletas de manjares y dejaron caer sus copas de jade. El hombre de la flauta no sabía ni podía imaginarse que, en aquel momento, tantas divinidades estuvieran escuchando cómo tocaba su flauta. Y los dioses, por su parte, estaban persuadidos de que quien así la tocaba sin duda debía de haber descendido del cielo superior al mundo humano.
Tanto le gustó al Rey-Dragón el sonido de aquella flauta que quiso encontrar al ejecutante para que enseñara a su hijo a tocar el instrumento. Y, siguiendo la dirección de donde venía el sonido, halló al hombre, el cual recogió su red, metió la flauta en su ancho cinturón y siguió al Rey-Dragón hasta su palacio.
Ya habían pasado tres años y el hijo del Rey había aprendido a tocar la flauta de bambú, por lo que el flautista, que añoraba mucho su familia y su pueblo, le rogó al padre que le dejara volver a casa. El Rey agradecido se lo concedió y le indicó a su hijo que acompañara al maestro para que escogiera dos regalos -los que quisiera- del tesoro real. Había allí piedras preciosas rojas, amarillas, azules...; lingotes de oro resplandecientes, y centenares de miles de valiosísimos objetos. El flautista recorrió detenidamente el salón del tesoro del Rey Dragón y, al ver una cesta cilíndrica hecha de tiras de bambú, pensó: “Este utensilio me puede servir para guardar los camarones y peces que pesque”. Lo tomó y lo sujetó al cinturón. Después, en un armario, descubrió una capa para la lluvia y reflexionó: “Con esta capa puedo ir a la playa a pescar incluso en días de lluvia y viento”. Y éste fue el segundo y último regalo que escogió.
Al salir de la sala del tesoro acompañado del hijo del Rey-Dragón, éste, muy intrigado, le preguntó:
-¿Por qué has escogido estos objetos tan sencillos entre montones de oro y plata, perlas y piedras preciosas?
El maestro le contestó con una sonrisa:
-El oro y las piedras preciosas se gastan y desaparecen. En cambio, con esta cesta de bambú y la capa para la lluvia, puedo ir de pesca todos los días y, con los peces que pesque, nunca pasaré hambre.
Pero cuando regresó a su casa y fue por vez primera a pescar, descubrió que aquellos dos regalos eran realmente dos objetos maravillosos. Al volver de la pesca el cesto de bambú siempre rebosaba de relucientes peces, y la capa, desplegada, lo llevaba volando hasta el Mar del Sur, al lugar de la pesca.
De esta manera, con el cesto de bambú y la capa para la lluvia, llegó volando a las montañas Cinco Dedos y, tan pronto como tocó su flauta, el sonido se extendió por el firmamento y el mundo entero rebosó de júbilo y alegría.
Un día, el Rey-Dragón del Mar del Sur agasajó a las divinidades con un banquete en la playa. Ocho mil genios con ricas ropas exóticas charlaban y gozaban bebiendo en torno del anfitrión, que llevaba un hábito ceñido con un cinturón de jade. Y precisamente aquel mismo día de la fiesta, después de haber andado diez días y diez noches, el “Hombre que toca la flauta celestial” llegó a la playa para pescar. Tendió la red sobre el mar apacible, se sentó sobre una piedra limpia y lisa y comenzó a tocar la flauta. En ese mismo instante, cuando el Rey-Dragón levantaba la copa para brindar con sus huéspedes, oyó un sonido tan maravilloso como nunca había creído oír. Todos y cada uno de los dioses se quedaron en suspenso, incluso se olvidaron de las mesas repletas de manjares y dejaron caer sus copas de jade. El hombre de la flauta no sabía ni podía imaginarse que, en aquel momento, tantas divinidades estuvieran escuchando cómo tocaba su flauta. Y los dioses, por su parte, estaban persuadidos de que quien así la tocaba sin duda debía de haber descendido del cielo superior al mundo humano.
Tanto le gustó al Rey-Dragón el sonido de aquella flauta que quiso encontrar al ejecutante para que enseñara a su hijo a tocar el instrumento. Y, siguiendo la dirección de donde venía el sonido, halló al hombre, el cual recogió su red, metió la flauta en su ancho cinturón y siguió al Rey-Dragón hasta su palacio.
Ya habían pasado tres años y el hijo del Rey había aprendido a tocar la flauta de bambú, por lo que el flautista, que añoraba mucho su familia y su pueblo, le rogó al padre que le dejara volver a casa. El Rey agradecido se lo concedió y le indicó a su hijo que acompañara al maestro para que escogiera dos regalos -los que quisiera- del tesoro real. Había allí piedras preciosas rojas, amarillas, azules...; lingotes de oro resplandecientes, y centenares de miles de valiosísimos objetos. El flautista recorrió detenidamente el salón del tesoro del Rey Dragón y, al ver una cesta cilíndrica hecha de tiras de bambú, pensó: “Este utensilio me puede servir para guardar los camarones y peces que pesque”. Lo tomó y lo sujetó al cinturón. Después, en un armario, descubrió una capa para la lluvia y reflexionó: “Con esta capa puedo ir a la playa a pescar incluso en días de lluvia y viento”. Y éste fue el segundo y último regalo que escogió.
Al salir de la sala del tesoro acompañado del hijo del Rey-Dragón, éste, muy intrigado, le preguntó:
-¿Por qué has escogido estos objetos tan sencillos entre montones de oro y plata, perlas y piedras preciosas?
El maestro le contestó con una sonrisa:
-El oro y las piedras preciosas se gastan y desaparecen. En cambio, con esta cesta de bambú y la capa para la lluvia, puedo ir de pesca todos los días y, con los peces que pesque, nunca pasaré hambre.
Pero cuando regresó a su casa y fue por vez primera a pescar, descubrió que aquellos dos regalos eran realmente dos objetos maravillosos. Al volver de la pesca el cesto de bambú siempre rebosaba de relucientes peces, y la capa, desplegada, lo llevaba volando hasta el Mar del Sur, al lugar de la pesca.
De esta manera, con el cesto de bambú y la capa para la lluvia, llegó volando a las montañas Cinco Dedos y, tan pronto como tocó su flauta, el sonido se extendió por el firmamento y el mundo entero rebosó de júbilo y alegría.
....."BASILISA LA HERMOSA"
En un reino vivía una vez un comerciante con su mujer y su única hija, llamada Basilisa la Hermosa. Al cumplir la niña los ocho años se puso enferma su madre, y presintiendo su próxima muerte llamó a Basilisa, le dio una muñeca y le dijo:
—Escúchame, hijita mía, y acuérdate bien de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desdicha, pídele consejo.
Después de haber dicho estas palabras, la madre besó a su hija, suspiró y se murió.
El comerciante, al quedarse viudo, se entristeció mucho; pero pasó tiempo, se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un hombre bueno y muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entre todas eligió una viuda que tenía dos hijas de la edad de Basilisa y que en toda la comarca tenía fama de ser buena madre y ama de casa ejemplar.
El comerciante se casó con ella, pero pronto comprendió que se había equivocado, pues no encontró la buena madre que para su hija deseaba. Basilisa era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas, envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían toda clase de trabajos para ajar su hermosura a fuerza de cansancio y para que el aire y el sol quemaran su cutis delicado. Basilisa soportaba todo con resignación y cada día crecía su hermosura, mientras que las hijas de la madrastra, a pesar de estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que tenían a su hermana. La causa de esto no era ni más ni menos que la buena Muñeca, sin la ayuda de la cual Basilisa nunca hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca la consolaba en sus desdichas, dándole buenos consejos y trabajando con ella.
Así pasaron algunos años y las muchachas llegaron a la edad de casarse. Todos los jóvenes de la ciudad solicitaban casarse con Basilisa, sin hacer caso alguno de las hijas de la madrastra. Ésta, cada vez más enfadada, contestaba a todos:
—No casaré a la menor antes de que se casen las mayores.
Y después de haber despedido a los pretendientes, se vengaba de la pobre Basilisa con golpes e injurias.
Un día el comerciante tuvo necesidad de hacer un viaje y se marchó. Entretanto, la madrastra se mudó a una casa que se hallaba cerca de un espeso bosque en el que, según decía la gente, aunque nadie lo había visto, vivía la terrible bruja Baba yaga ; nadie osaba acercarse a aquellos lugares, porque Baba yaga se comía a los hombres como si fueran pollos.
Después de instaladas en el nuevo alojamiento, la madrastra, con diferentes pretextos, enviaba a Basilisa al bosque con frecuencia; pero a pesar de todas sus astucias la joven volvía siempre a casa, guiada por la Muñeca, que no permitía que Basilisa se acercase a la cabaña de la temible bruja.
Llegó el otoño, y un día la madrastra dio a cada una de las tres muchachas una labor: a una le ordenó que hiciese encaje; a otra, que hiciese medias, y a Basilisa le mandó hilar, obligándolas a presentarle cada día una cierta cantidad de trabajo hecho. Apagó todas las luces de la casa, excepto una vela que dejó encendida en la habitación donde trabajaban sus hijas, y se acostó. Poco a poco, mientras las muchachas estaban trabajando, se formó en la vela un pabilo, y una de las hijas de la madrastra, con el pretexto de cortarlo, apagó la luz con las tijeras.
—¿Qué haremos ahora? —dijeron las jóvenes—. No había más luz que ésta en toda la casa y nuestras labores no están aún terminadas. ¡Habrá que ir en busca de luz a la cabaña de Baba Yaga !
—Yo tengo luz de mis alfileres —dijo la que hacía el encaje—. No iré yo.
—Tampoco iré yo —añadió la que hacía las medias—. Tengo luz de mis agujas.
—¡Tienes que ir tú en busca de luz! —exclamaron ambas—. ¡Anda! ¡Ve a casa de Baba Yaga !
Y al decir esto echaron a Basilisa de la habitación. Basilisa se dirigió sin luz a su cuarto, puso la cena delante de la Muñeca y le dijo:
—Come, Muñeca mía, y escucha mi desdicha. Me mandan a buscar luz a la cabaña de Baba Yaga y ésta me comerá. ¡Pobre de mí!
—No tengas miedo —le contestó la Muñeca—; ve donde te manden, pero no te olvides de llevarme contigo; ya sabes que no te abandonaré en ninguna ocasión.
Basilisa se metió la Muñeca en el bolsillo, se persignó y se fue al bosque. La pobrecita iba temblando, cuando de repente pasó rápidamente por delante de ella un jinete blanco como la nieve, vestido de blanco, montado en un caballo blanco y con un arnés blanco; en seguida empezó a amanecer. Siguió su camino y vio pasar otro jinete rojo, vestido de rojo y montado en un corcel rojo, y en seguida empezó a levantarse el sol. Durante todo el día y toda la noche anduvo Basilisa, y sólo al atardecer del día siguiente llegó al claro donde se hallaba la cabaña de Baba yaga ; la cerca que la rodeaba estaba hecha de huesos humanos rematados por calaveras; las puertas eran piernas humanas; los cerrojos, manos, y la cerradura, una boca con dientes. Basilisa se llenó de espanto. De pronto apareció un jinete todo negro, vestido de negro y montando un caballo negro, que al aproximarse a las puertas de la cabaña de Baba Yaga desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra; en seguida se hizo de noche.
No duró mucho la oscuridad: de las cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró el claro del bosque como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde esconderse, permanecía quieta.
De pronto se oyó un tremendo alboroto: los árboles crujían, las hojas secas estallaban y la espantosa bruja Baba yaga apareció saliendo del bosque, sentada en su mortero, arreando con el mazo y barriendo sus huellas con la escoba. Se acercó a la puerta, se paró, y husmeando el aire, gritó:
—¡Huele a carne humana! ¿Quién está ahí?
Basilisa se acercó a la vieja, la saludó con mucho respeto y le dijo:
—Soy yo, abuelita; las hijas de mi madrastra me han mandado que venga a pedirte luz.
—Bueno —contestó la bruja—, las conozco bien; quédate en mi casa y si me sirves a mi gusto te daré la luz.
Luego, dirigiéndose a las puertas, exclamó:
—¡Ea!, mis fuertes cerrojos, ¡ábranse! ¡Ea!, mis anchas puertas, ¡déjenme pasar!
Las puertas se abrieron; Baba Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y las puertas se volvieron a cerrar solas. Una vez dentro de la cabaña, la bruja se echó en un banco y dijo:
—¡Quiero cenar! ¡Sirve toda la comida que está en el horno!
Basilisa encendió una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la comida del horno y a servírsela a Baba Yaga; la comida era tan abundante que habría podido satisfacer el hambre de diez hombres; después trajo de la bodega vinos, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo bebió la bruja, y a Basilisa le dejó tan sólo un poquitín de sopa de coles y una cortecita de pan.
Se preparó para acostarse y dijo a la nueva doncella:
—Mañana tempranito, después que me marche, tienes que barrer el patio, limpiar la cabaña, preparar la comida y lavar la ropa; luego tomarás del granero un celemín de trigo y lo expurgarás del maíz que tiene mezclado. Procura hacerlo todo, porque si no te comeré a ti.
Después de esto, Baba Yaga se puso a roncar, mientras que Basilisa, poniendo ante la Muñeca las sobras de la comida y vertiendo amargas lágrimas, dijo:
—Toma, Muñeca mía, come y escúchame. ¡Qué desgraciada soy! La bruja me ha encargado que haga un trabajo para el que harían falta cuatro personas y me amenazó con comerme si no lo hago todo.
La Muñeca contestó:
—No temas nada, Basilisa; come, y después de rezar, acuéstate; mañana arreglaremos todo.
Al día siguiente se despertó Basilisa muy tempranito, miró por la ventana y vio que se apagaban ya los ojos de las calaveras. Vio pasar y desaparecer al jinete blanco, y en seguida amaneció. Baba yaga salió al patio, silbó, y ante ella apareció el mortero con el mazo y la escoba. Pasó a todo galope el jinete rojo, e inmediatamente salió el sol. La bruja se sentó en el mortero y salió del patio arreando con el mazo y barriendo con la escoba.
Basilisa se quedó sola, recorrió la cabaña, se admiró al ver las riquezas que allí había y se quedó indecisa sin saber por cuál trabajo empezar. Miró a su alrededor y vio que de pronto todo el trabajo aparecía hecho; la Muñeca estaba separando los últimos granos de trigo de los de maíz.
—¡Oh mi salvadora! —exclamó Basilisa—. Me has librado de ser comida por Baba Yaga.
—No te queda más que preparar la comida —le contestó la Muñeca al mismo tiempo que se metía en el bolsillo de Basilisa—. Prepárala y descansa luego de tu labor.
Al anochecer, Basilisa puso la mesa, esperando la llegada de Baba Yaga. Ya anochecía cuando pasó rápidamente el jinete negro, e inmediatamente obscureció por completo; sólo lucieron los ojos de las calaveras. Luego crujieron los árboles, estallaron las hojas y apareció Baba yaga , que fue recibida por Basilisa.
—¿Está todo hecho? —preguntó la bruja.
—Examínalo todo tú misma, abuelita.
Baba Yaga recorrió toda la casa y se puso de mal humor por no encontrar un solo motivo para regañar a Basilisa.
—Bien —dijo al fin, y se sentó a la mesa; luego exclamó—: ¡Mis fieles servidores, vengan a moler mi trigo!
En seguida se presentaron tres pares de manos, cogieron el trigo y desaparecieron. Baba Yaga, después de comer hasta saciarse, se acostó y ordenó a Basilisa:
—Mañana harás lo mismo que hoy, y además tomarás del granero un montón de semillas de adormidera y las escogerás una a una para separar los granos de tierra.
Y dada esta orden se volvió del otro lado y se puso a roncar, mientras Basilisa pedía consejo a la Muñeca. Ésta repitió la misma contestación de la víspera:
—Acuéstate tranquila después de haber rezado. Por la mañana se es más sabio que por la noche; ya veremos cómo lo hacemos todo.
Por la mañana la bruja se marchó otra vez, y la muchacha, ayudada por su Muñeca, cumplió todas sus obligaciones. Al anochecer volvió Baba Yaga a casa, visitó todo y exclamó:
—¡Mis fieles servidores, mis queridos amigos, vengan a prensar mi simiente de adormidera!
Se presentaron los tres pares de manos, cogieron las semillas de adormidera y se las llevaron. La bruja se sentó a la mesa y se puso a cenar.
—¿Por qué no me cuentas algo? —preguntó a Basilisa, que estaba silenciosa—. ¿Eres muda?
—Si me lo permites, te preguntaré una cosa.
—Pregunta; pero ten en cuenta que no todas las preguntas redundan en bien del que las hace. Cuanto más sabio se es, se es más viejo.
—Quiero preguntarte, abuelita, lo que he visto mientras caminaba por el bosque. Me adelantó un jinete todo blanco, vestido de blanco y montado sobre un caballo blanco. ¿Quién era?
—Es mi Día Claro —contestó la bruja.
—Más allá me alcanzó otro jinete todo rojo, vestido de rojo y montando un corcel rojo. ¿Quién era éste?
—Es mi Sol Radiante.
—¿Y el jinete negro que me encontré ya junto a tu puerta?
—Es mi Noche Oscura.
Basilisa se acordó de los tres pares de manos, pero no quiso preguntar más y se calló.
—¿Por qué no preguntas más? —dijo Baba Yaga .
—Esto me basta; me has recordado tú misma, abuelita, que cuanto más sepa seré más vieja.
—Bien —repuso la bruja—; bien haces en preguntar sólo lo que has visto fuera de la cabaña y no en la cabaña misma, pues no me gusta que los demás se enteren de mis asuntos. Y ahora te preguntaré yo también. ¿Cómo consigues cumplir con todas las obligaciones que te impongo?
—La bendición de mi madre me ayuda —contestó la joven.
—¡Oh lo que has dicho! ¡Vete en seguida, hija bendita! ¡No necesito almas benditas en mi casa! ¡Fuera!
Y expulsó a Basilisa de la cabaña, la empujó también fuera del patio; luego, tomando de la cerca una calavera con los ojos encendidos, la clavó en la punta de un palo, se la dio a Basilisa y le dijo:
—He aquí la luz para las hijas de tu madrastra; tómala y llévatela a casa.
La muchacha echó a correr alumbrando su camino con la calavera, que se apagó ella sola al amanecer; al fin, a la caída de la tarde del día siguiente llegó a su casa. Se acercó a la puerta y tuvo intención de tirar la calavera pensando que ya no necesitarían luz en casa; pero oyó una voz sorda que salía de aquella boca sin dientes, que decía: «No me tires, llévame contigo.» Miró entonces a la casa de su madrastra, y no viendo brillar luz en ninguna ventana, decidió llevar la calavera consigo.
La acogieron con cariño y le contaron que desde el momento en que se había marchado no tenían luz, no habían podido encender el fuego y las luces que traían de las casas de los vecinos se apagaban apenas entraban en casa.
—Acaso la luz que has traído no se apague —dijo la madrastra.
Trajeron la calavera a la habitación y sus ojos se clavaron en la madrastra y sus dos hijas, quemándolas sin piedad. Intentaban esconderse, pero los ojos ardientes las perseguían por todas partes; al amanecer estaban ya las tres completamente abrasadas; sólo Basilisa permaneció intacta.
Por la mañana la joven enterró la calavera en el bosque, cerró la casa con llave, se dirigió a la ciudad, pidió alojamiento en casa de una pobre anciana y se instaló allí esperando que volviese su padre. Un día dijo Basilisa a la anciana:
—Me aburro sin trabajo, abuelita. Cómprame del mejor lino e hilaré, para matar el tiempo.
La anciana compró el lino y la muchacha se puso a hilar. El trabajo avanzaba con rapidez y el hilo salía igualito y finito como un cabello. Pronto tuvo un gran montón, suficiente para ponerse a tejer; pero era imposible encontrar un peine tan fino que sirviese para tejer el hilo de Basilisa y nadie se comprometía a hacerlo. La muchacha pidió ayuda a su Muñeca, y ésta en una sola noche le preparó un buen telar.
A fines del invierno el lienzo estaba ya tejido y era tan fino que se hubiera podido enhebrar en una aguja. En la primavera lo blanquearon, y entonces dijo Basilisa a la anciana:
—Vende el lienzo, abuelita, y guárdate el dinero.
La anciana miró la tela y exclamó:
—No, hijita; ese lienzo, salvo el zar, no puede llevarlo nadie. Lo enseñaré en palacio.
Se dirigió a la residencia del zar y se puso a pasear por delante de las ventanas de palacio.
El zar la vio y le preguntó:
—¿Qué quieres, viejecita?
—Majestad —contestó ésta—, he traído conmigo una mercancía preciosa que no quiero mostrar a nadie más que a ti.
El zar ordenó que la hiciesen entrar, y al ver el lienzo se quedó admirado.
—¿Qué quieres por él? —preguntó.
—No tiene precio, padre y señor; te lo he traído como regalo.
El zar le dio las gracias y la colmó de regalos. Empezaron a cortar el lienzo para hacerle al zar unas camisas; cortaron la tela, pero no pudieron encontrar lencera que se encargase de coserlas. La buscaron largo tiempo, y al fin el zar llamó a la anciana y le dijo:
—Ya que has sabido hilar y tejer un lienzo tan fino, por fuerza tienes que saber coserme las camisas.
—No soy yo, majestad, quien ha hilado y tejido esta tela; es labor de una hermosa joven que vive conmigo.
—Bien; pues que me cosa ella las camisas.
Volvió la anciana a su casa y contó a Basilisa lo sucedido y ésta repuso:
—Ya sabía yo que me llamarían para hacer este trabajo.
Se encerró en su habitación y se puso a trabajar. Cosió sin descanso y pronto tuvo hecha una docena de camisas. La anciana las llevó a palacio, y mientras tanto Basilisa se lavó, se peinó, se vistió y se sentó a la ventana esperando lo que sucediera.
Al poco rato vio entrar en la casa a un lacayo del zar, que dirigiéndose a la joven dijo:
—Su Majestad el zar quiere ver a la hábil lencera que le ha cosido las camisas, para recompensarla según merece.
Basilisa la Hermosa se encaminó a palacio y se presentó al zar. Apenas éste la vio se enamoró perdidamente de ella.
—Hermosa joven —le dijo—, no me separaré de ti, porque serás mi esposa.
Entonces tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo día celebraron la boda.
Cuando volvió el padre de Basilisa tuvo una gran alegría al conocer la suerte de su hija y se fue a vivir con ella. En cuanto a la anciana, la joven zarina la acogió también en su palacio y a la Muñeca la guardó consigo hasta los últimos días de su vida, que fue toda ella muy feliz.
—Escúchame, hijita mía, y acuérdate bien de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desdicha, pídele consejo.
Después de haber dicho estas palabras, la madre besó a su hija, suspiró y se murió.
El comerciante, al quedarse viudo, se entristeció mucho; pero pasó tiempo, se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un hombre bueno y muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entre todas eligió una viuda que tenía dos hijas de la edad de Basilisa y que en toda la comarca tenía fama de ser buena madre y ama de casa ejemplar.
El comerciante se casó con ella, pero pronto comprendió que se había equivocado, pues no encontró la buena madre que para su hija deseaba. Basilisa era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas, envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían toda clase de trabajos para ajar su hermosura a fuerza de cansancio y para que el aire y el sol quemaran su cutis delicado. Basilisa soportaba todo con resignación y cada día crecía su hermosura, mientras que las hijas de la madrastra, a pesar de estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que tenían a su hermana. La causa de esto no era ni más ni menos que la buena Muñeca, sin la ayuda de la cual Basilisa nunca hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca la consolaba en sus desdichas, dándole buenos consejos y trabajando con ella.
Así pasaron algunos años y las muchachas llegaron a la edad de casarse. Todos los jóvenes de la ciudad solicitaban casarse con Basilisa, sin hacer caso alguno de las hijas de la madrastra. Ésta, cada vez más enfadada, contestaba a todos:
—No casaré a la menor antes de que se casen las mayores.
Y después de haber despedido a los pretendientes, se vengaba de la pobre Basilisa con golpes e injurias.
Un día el comerciante tuvo necesidad de hacer un viaje y se marchó. Entretanto, la madrastra se mudó a una casa que se hallaba cerca de un espeso bosque en el que, según decía la gente, aunque nadie lo había visto, vivía la terrible bruja Baba yaga ; nadie osaba acercarse a aquellos lugares, porque Baba yaga se comía a los hombres como si fueran pollos.
Después de instaladas en el nuevo alojamiento, la madrastra, con diferentes pretextos, enviaba a Basilisa al bosque con frecuencia; pero a pesar de todas sus astucias la joven volvía siempre a casa, guiada por la Muñeca, que no permitía que Basilisa se acercase a la cabaña de la temible bruja.
Llegó el otoño, y un día la madrastra dio a cada una de las tres muchachas una labor: a una le ordenó que hiciese encaje; a otra, que hiciese medias, y a Basilisa le mandó hilar, obligándolas a presentarle cada día una cierta cantidad de trabajo hecho. Apagó todas las luces de la casa, excepto una vela que dejó encendida en la habitación donde trabajaban sus hijas, y se acostó. Poco a poco, mientras las muchachas estaban trabajando, se formó en la vela un pabilo, y una de las hijas de la madrastra, con el pretexto de cortarlo, apagó la luz con las tijeras.
—¿Qué haremos ahora? —dijeron las jóvenes—. No había más luz que ésta en toda la casa y nuestras labores no están aún terminadas. ¡Habrá que ir en busca de luz a la cabaña de Baba Yaga !
—Yo tengo luz de mis alfileres —dijo la que hacía el encaje—. No iré yo.
—Tampoco iré yo —añadió la que hacía las medias—. Tengo luz de mis agujas.
—¡Tienes que ir tú en busca de luz! —exclamaron ambas—. ¡Anda! ¡Ve a casa de Baba Yaga !
Y al decir esto echaron a Basilisa de la habitación. Basilisa se dirigió sin luz a su cuarto, puso la cena delante de la Muñeca y le dijo:
—Come, Muñeca mía, y escucha mi desdicha. Me mandan a buscar luz a la cabaña de Baba Yaga y ésta me comerá. ¡Pobre de mí!
—No tengas miedo —le contestó la Muñeca—; ve donde te manden, pero no te olvides de llevarme contigo; ya sabes que no te abandonaré en ninguna ocasión.
Basilisa se metió la Muñeca en el bolsillo, se persignó y se fue al bosque. La pobrecita iba temblando, cuando de repente pasó rápidamente por delante de ella un jinete blanco como la nieve, vestido de blanco, montado en un caballo blanco y con un arnés blanco; en seguida empezó a amanecer. Siguió su camino y vio pasar otro jinete rojo, vestido de rojo y montado en un corcel rojo, y en seguida empezó a levantarse el sol. Durante todo el día y toda la noche anduvo Basilisa, y sólo al atardecer del día siguiente llegó al claro donde se hallaba la cabaña de Baba yaga ; la cerca que la rodeaba estaba hecha de huesos humanos rematados por calaveras; las puertas eran piernas humanas; los cerrojos, manos, y la cerradura, una boca con dientes. Basilisa se llenó de espanto. De pronto apareció un jinete todo negro, vestido de negro y montando un caballo negro, que al aproximarse a las puertas de la cabaña de Baba Yaga desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra; en seguida se hizo de noche.
No duró mucho la oscuridad: de las cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró el claro del bosque como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde esconderse, permanecía quieta.
De pronto se oyó un tremendo alboroto: los árboles crujían, las hojas secas estallaban y la espantosa bruja Baba yaga apareció saliendo del bosque, sentada en su mortero, arreando con el mazo y barriendo sus huellas con la escoba. Se acercó a la puerta, se paró, y husmeando el aire, gritó:
—¡Huele a carne humana! ¿Quién está ahí?
Basilisa se acercó a la vieja, la saludó con mucho respeto y le dijo:
—Soy yo, abuelita; las hijas de mi madrastra me han mandado que venga a pedirte luz.
—Bueno —contestó la bruja—, las conozco bien; quédate en mi casa y si me sirves a mi gusto te daré la luz.
Luego, dirigiéndose a las puertas, exclamó:
—¡Ea!, mis fuertes cerrojos, ¡ábranse! ¡Ea!, mis anchas puertas, ¡déjenme pasar!
Las puertas se abrieron; Baba Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y las puertas se volvieron a cerrar solas. Una vez dentro de la cabaña, la bruja se echó en un banco y dijo:
—¡Quiero cenar! ¡Sirve toda la comida que está en el horno!
Basilisa encendió una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la comida del horno y a servírsela a Baba Yaga; la comida era tan abundante que habría podido satisfacer el hambre de diez hombres; después trajo de la bodega vinos, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo bebió la bruja, y a Basilisa le dejó tan sólo un poquitín de sopa de coles y una cortecita de pan.
Se preparó para acostarse y dijo a la nueva doncella:
—Mañana tempranito, después que me marche, tienes que barrer el patio, limpiar la cabaña, preparar la comida y lavar la ropa; luego tomarás del granero un celemín de trigo y lo expurgarás del maíz que tiene mezclado. Procura hacerlo todo, porque si no te comeré a ti.
Después de esto, Baba Yaga se puso a roncar, mientras que Basilisa, poniendo ante la Muñeca las sobras de la comida y vertiendo amargas lágrimas, dijo:
—Toma, Muñeca mía, come y escúchame. ¡Qué desgraciada soy! La bruja me ha encargado que haga un trabajo para el que harían falta cuatro personas y me amenazó con comerme si no lo hago todo.
La Muñeca contestó:
—No temas nada, Basilisa; come, y después de rezar, acuéstate; mañana arreglaremos todo.
Al día siguiente se despertó Basilisa muy tempranito, miró por la ventana y vio que se apagaban ya los ojos de las calaveras. Vio pasar y desaparecer al jinete blanco, y en seguida amaneció. Baba yaga salió al patio, silbó, y ante ella apareció el mortero con el mazo y la escoba. Pasó a todo galope el jinete rojo, e inmediatamente salió el sol. La bruja se sentó en el mortero y salió del patio arreando con el mazo y barriendo con la escoba.
Basilisa se quedó sola, recorrió la cabaña, se admiró al ver las riquezas que allí había y se quedó indecisa sin saber por cuál trabajo empezar. Miró a su alrededor y vio que de pronto todo el trabajo aparecía hecho; la Muñeca estaba separando los últimos granos de trigo de los de maíz.
—¡Oh mi salvadora! —exclamó Basilisa—. Me has librado de ser comida por Baba Yaga.
—No te queda más que preparar la comida —le contestó la Muñeca al mismo tiempo que se metía en el bolsillo de Basilisa—. Prepárala y descansa luego de tu labor.
Al anochecer, Basilisa puso la mesa, esperando la llegada de Baba Yaga. Ya anochecía cuando pasó rápidamente el jinete negro, e inmediatamente obscureció por completo; sólo lucieron los ojos de las calaveras. Luego crujieron los árboles, estallaron las hojas y apareció Baba yaga , que fue recibida por Basilisa.
—¿Está todo hecho? —preguntó la bruja.
—Examínalo todo tú misma, abuelita.
Baba Yaga recorrió toda la casa y se puso de mal humor por no encontrar un solo motivo para regañar a Basilisa.
—Bien —dijo al fin, y se sentó a la mesa; luego exclamó—: ¡Mis fieles servidores, vengan a moler mi trigo!
En seguida se presentaron tres pares de manos, cogieron el trigo y desaparecieron. Baba Yaga, después de comer hasta saciarse, se acostó y ordenó a Basilisa:
—Mañana harás lo mismo que hoy, y además tomarás del granero un montón de semillas de adormidera y las escogerás una a una para separar los granos de tierra.
Y dada esta orden se volvió del otro lado y se puso a roncar, mientras Basilisa pedía consejo a la Muñeca. Ésta repitió la misma contestación de la víspera:
—Acuéstate tranquila después de haber rezado. Por la mañana se es más sabio que por la noche; ya veremos cómo lo hacemos todo.
Por la mañana la bruja se marchó otra vez, y la muchacha, ayudada por su Muñeca, cumplió todas sus obligaciones. Al anochecer volvió Baba Yaga a casa, visitó todo y exclamó:
—¡Mis fieles servidores, mis queridos amigos, vengan a prensar mi simiente de adormidera!
Se presentaron los tres pares de manos, cogieron las semillas de adormidera y se las llevaron. La bruja se sentó a la mesa y se puso a cenar.
—¿Por qué no me cuentas algo? —preguntó a Basilisa, que estaba silenciosa—. ¿Eres muda?
—Si me lo permites, te preguntaré una cosa.
—Pregunta; pero ten en cuenta que no todas las preguntas redundan en bien del que las hace. Cuanto más sabio se es, se es más viejo.
—Quiero preguntarte, abuelita, lo que he visto mientras caminaba por el bosque. Me adelantó un jinete todo blanco, vestido de blanco y montado sobre un caballo blanco. ¿Quién era?
—Es mi Día Claro —contestó la bruja.
—Más allá me alcanzó otro jinete todo rojo, vestido de rojo y montando un corcel rojo. ¿Quién era éste?
—Es mi Sol Radiante.
—¿Y el jinete negro que me encontré ya junto a tu puerta?
—Es mi Noche Oscura.
Basilisa se acordó de los tres pares de manos, pero no quiso preguntar más y se calló.
—¿Por qué no preguntas más? —dijo Baba Yaga .
—Esto me basta; me has recordado tú misma, abuelita, que cuanto más sepa seré más vieja.
—Bien —repuso la bruja—; bien haces en preguntar sólo lo que has visto fuera de la cabaña y no en la cabaña misma, pues no me gusta que los demás se enteren de mis asuntos. Y ahora te preguntaré yo también. ¿Cómo consigues cumplir con todas las obligaciones que te impongo?
—La bendición de mi madre me ayuda —contestó la joven.
—¡Oh lo que has dicho! ¡Vete en seguida, hija bendita! ¡No necesito almas benditas en mi casa! ¡Fuera!
Y expulsó a Basilisa de la cabaña, la empujó también fuera del patio; luego, tomando de la cerca una calavera con los ojos encendidos, la clavó en la punta de un palo, se la dio a Basilisa y le dijo:
—He aquí la luz para las hijas de tu madrastra; tómala y llévatela a casa.
La muchacha echó a correr alumbrando su camino con la calavera, que se apagó ella sola al amanecer; al fin, a la caída de la tarde del día siguiente llegó a su casa. Se acercó a la puerta y tuvo intención de tirar la calavera pensando que ya no necesitarían luz en casa; pero oyó una voz sorda que salía de aquella boca sin dientes, que decía: «No me tires, llévame contigo.» Miró entonces a la casa de su madrastra, y no viendo brillar luz en ninguna ventana, decidió llevar la calavera consigo.
La acogieron con cariño y le contaron que desde el momento en que se había marchado no tenían luz, no habían podido encender el fuego y las luces que traían de las casas de los vecinos se apagaban apenas entraban en casa.
—Acaso la luz que has traído no se apague —dijo la madrastra.
Trajeron la calavera a la habitación y sus ojos se clavaron en la madrastra y sus dos hijas, quemándolas sin piedad. Intentaban esconderse, pero los ojos ardientes las perseguían por todas partes; al amanecer estaban ya las tres completamente abrasadas; sólo Basilisa permaneció intacta.
Por la mañana la joven enterró la calavera en el bosque, cerró la casa con llave, se dirigió a la ciudad, pidió alojamiento en casa de una pobre anciana y se instaló allí esperando que volviese su padre. Un día dijo Basilisa a la anciana:
—Me aburro sin trabajo, abuelita. Cómprame del mejor lino e hilaré, para matar el tiempo.
La anciana compró el lino y la muchacha se puso a hilar. El trabajo avanzaba con rapidez y el hilo salía igualito y finito como un cabello. Pronto tuvo un gran montón, suficiente para ponerse a tejer; pero era imposible encontrar un peine tan fino que sirviese para tejer el hilo de Basilisa y nadie se comprometía a hacerlo. La muchacha pidió ayuda a su Muñeca, y ésta en una sola noche le preparó un buen telar.
A fines del invierno el lienzo estaba ya tejido y era tan fino que se hubiera podido enhebrar en una aguja. En la primavera lo blanquearon, y entonces dijo Basilisa a la anciana:
—Vende el lienzo, abuelita, y guárdate el dinero.
La anciana miró la tela y exclamó:
—No, hijita; ese lienzo, salvo el zar, no puede llevarlo nadie. Lo enseñaré en palacio.
Se dirigió a la residencia del zar y se puso a pasear por delante de las ventanas de palacio.
El zar la vio y le preguntó:
—¿Qué quieres, viejecita?
—Majestad —contestó ésta—, he traído conmigo una mercancía preciosa que no quiero mostrar a nadie más que a ti.
El zar ordenó que la hiciesen entrar, y al ver el lienzo se quedó admirado.
—¿Qué quieres por él? —preguntó.
—No tiene precio, padre y señor; te lo he traído como regalo.
El zar le dio las gracias y la colmó de regalos. Empezaron a cortar el lienzo para hacerle al zar unas camisas; cortaron la tela, pero no pudieron encontrar lencera que se encargase de coserlas. La buscaron largo tiempo, y al fin el zar llamó a la anciana y le dijo:
—Ya que has sabido hilar y tejer un lienzo tan fino, por fuerza tienes que saber coserme las camisas.
—No soy yo, majestad, quien ha hilado y tejido esta tela; es labor de una hermosa joven que vive conmigo.
—Bien; pues que me cosa ella las camisas.
Volvió la anciana a su casa y contó a Basilisa lo sucedido y ésta repuso:
—Ya sabía yo que me llamarían para hacer este trabajo.
Se encerró en su habitación y se puso a trabajar. Cosió sin descanso y pronto tuvo hecha una docena de camisas. La anciana las llevó a palacio, y mientras tanto Basilisa se lavó, se peinó, se vistió y se sentó a la ventana esperando lo que sucediera.
Al poco rato vio entrar en la casa a un lacayo del zar, que dirigiéndose a la joven dijo:
—Su Majestad el zar quiere ver a la hábil lencera que le ha cosido las camisas, para recompensarla según merece.
Basilisa la Hermosa se encaminó a palacio y se presentó al zar. Apenas éste la vio se enamoró perdidamente de ella.
—Hermosa joven —le dijo—, no me separaré de ti, porque serás mi esposa.
Entonces tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo día celebraron la boda.
Cuando volvió el padre de Basilisa tuvo una gran alegría al conocer la suerte de su hija y se fue a vivir con ella. En cuanto a la anciana, la joven zarina la acogió también en su palacio y a la Muñeca la guardó consigo hasta los últimos días de su vida, que fue toda ella muy feliz.
jueves, 2 de septiembre de 2010
....."LA PEQUEÑA LUCIÉRNAGA"
Había una vez una comunidad de luciérnagas que vivía en el interior del tronco de un altísimo lampati, uno de los árboles más majestuosos y viejos de Tailandia. Cada anochecer, cuando todo se quedaba a oscuras y en silencio y sólo se oía el murmullo del cercano río, todas las luciérnagas abandonaban el árbol pan llenar el cielo de destellos. Jugaban a hacer figuras con sus luces bailando en el aire para crear un sinfín de centelleos luminosos más brillantes y espectaculares que los de un castillo de fuegos artificiales.
Pero entre todas las luciérnagas que habitaban en el lampati, había una muy pequeñita a la que no le gustaba salir a volar.
—No, no, hoy tampoco quiero salir a volar —decía todos los días la pequeña luciérnaga—. Id vosotros que yo estoy muy bien en casita.
Tanto sus abuelos, como sus padres, hermanos y amigos, esperaban con ansiedad a que llegara la noche para salir de casa y brillar en la oscuridad. Se lo pasaban tan bien que no comprendían cómo la pequeña luciérnaga no les acompañaba nunca. Le insistían una y otra vez para que fuera con ellas a volar, pero no había manera de convencerla. La pequeña luciérnaga siempre se negaba.
— ¡Qué no quiero salir a volar! —Repetía la pequeña luciérnaga—. ¡Mira que sois pesados, eh!
Toda la comunidad de luciérnagas estaba muy preocupada por la actitud de la pequeña.
—Hemos de hacer algo con esta hija —decía su madre angustiada—. No puede ser que la pequeña no quiera salir nunca de casa.
—No te preocupes, mujer —añadía su padre intentando calmarla—. Ya verás como todo se arregla y cualquier día de éstos sale a volar con nosotros:
Pero pasaban los días y la pequeña luciérnaga seguía encerrada sin salir de casa.
Un anochecer, cuando todas las luciérnagas habían salido a volar, la abuela luciérnaga se acercó a la pequeña y le preguntó con toda la delicadeza del mundo:
— ¿Qué te sucede, mi pequeña niña? ¿Por qué nunca quieres salir de casa? ¿Cuál es la razón por la que nunca quieres venir a volar e iluminar la noche con nosotros?
— No me gusta volar —respondió la pequeña luciérnaga.
—Pero ¿por qué no te gusta volar ni mostrar tu luz? —insistió la abuela.
—Pues. —Explicó por fin la pequeña luciérnaga—, para qué he de salir si con la luz que tengo nunca podré brillar como la luna. La luna es grande y brillante y yo a su lado no soy nada. Soy tan pequeñita que a su lado no soy más que una ridícula chispita. Por eso nunca quiero salir de casa y volar, porque nunca brillaré como la luna.
La abuela escuchó con atención las razones que le dio la pequeña l ciénaga.
—¡Ay, mi niña! —Dijo con una sonrisa—. Hay una cosa de la luna que has de saber y que, por lo visto, desconoces. Y lo sabrías si al menos salieras de casa de vez en cuando. Pero como no es así, pues, claro, no lo sabes.
— ¿Qué es lo que debo saber de la luna y que no sé? —preguntó la pequeña luciérnaga presa de la curiosidad.
—Has de saber que la luna no tiene la misma luz todas las noches —Respondió la abuela—. La luna es tan variable que cambia todos los días. Hay noches en que está radiante, redonda como una pelota brillando desde lo más alto del cielo. Pero, en cambio, hay otros días en que se esconde, su brillo desaparece y deja al mundo sumido en la más profunda oscuridad.
— ¿De veras que hay noches en que se esconde la luna? —se sorprendió la pequeña.
— ¡Que sí, mi niña! —continuó explicando la abuela—. La luna cambia constantemente. Hay veces que crece y otras que se hace pequeña. Hay noches en que es enorme, de un color rojo, y otros días en que se hace invisible y desaparece entre las sombras o detrás de las nubes. La luna cambia constantemente y no siempre brilla con la misma intensidad. En cambio tú, pequeña luciérnaga, siempre brillarás con la misma fuerza y siempre lo harás con tu propia luz.
La pequeña luciérnaga se quedó asombrada ante las explicaciones de la abuela. Nunca se habría podido imaginar que la luna fuera tan variable que brillaba o que se apagaba según los días. Ya partir de entonces, la pequeña luciérnaga salió cada noche del interior del gran lampati para salir a volar con su familia y sus amigos. Y así fue cómo la pequeña luciérnaga aprendió que cada uno ha de brillar con su propia luz.
Pero entre todas las luciérnagas que habitaban en el lampati, había una muy pequeñita a la que no le gustaba salir a volar.
—No, no, hoy tampoco quiero salir a volar —decía todos los días la pequeña luciérnaga—. Id vosotros que yo estoy muy bien en casita.
Tanto sus abuelos, como sus padres, hermanos y amigos, esperaban con ansiedad a que llegara la noche para salir de casa y brillar en la oscuridad. Se lo pasaban tan bien que no comprendían cómo la pequeña luciérnaga no les acompañaba nunca. Le insistían una y otra vez para que fuera con ellas a volar, pero no había manera de convencerla. La pequeña luciérnaga siempre se negaba.
— ¡Qué no quiero salir a volar! —Repetía la pequeña luciérnaga—. ¡Mira que sois pesados, eh!
Toda la comunidad de luciérnagas estaba muy preocupada por la actitud de la pequeña.
—Hemos de hacer algo con esta hija —decía su madre angustiada—. No puede ser que la pequeña no quiera salir nunca de casa.
—No te preocupes, mujer —añadía su padre intentando calmarla—. Ya verás como todo se arregla y cualquier día de éstos sale a volar con nosotros:
Pero pasaban los días y la pequeña luciérnaga seguía encerrada sin salir de casa.
Un anochecer, cuando todas las luciérnagas habían salido a volar, la abuela luciérnaga se acercó a la pequeña y le preguntó con toda la delicadeza del mundo:
— ¿Qué te sucede, mi pequeña niña? ¿Por qué nunca quieres salir de casa? ¿Cuál es la razón por la que nunca quieres venir a volar e iluminar la noche con nosotros?
— No me gusta volar —respondió la pequeña luciérnaga.
—Pero ¿por qué no te gusta volar ni mostrar tu luz? —insistió la abuela.
—Pues. —Explicó por fin la pequeña luciérnaga—, para qué he de salir si con la luz que tengo nunca podré brillar como la luna. La luna es grande y brillante y yo a su lado no soy nada. Soy tan pequeñita que a su lado no soy más que una ridícula chispita. Por eso nunca quiero salir de casa y volar, porque nunca brillaré como la luna.
La abuela escuchó con atención las razones que le dio la pequeña l ciénaga.
—¡Ay, mi niña! —Dijo con una sonrisa—. Hay una cosa de la luna que has de saber y que, por lo visto, desconoces. Y lo sabrías si al menos salieras de casa de vez en cuando. Pero como no es así, pues, claro, no lo sabes.
— ¿Qué es lo que debo saber de la luna y que no sé? —preguntó la pequeña luciérnaga presa de la curiosidad.
—Has de saber que la luna no tiene la misma luz todas las noches —Respondió la abuela—. La luna es tan variable que cambia todos los días. Hay noches en que está radiante, redonda como una pelota brillando desde lo más alto del cielo. Pero, en cambio, hay otros días en que se esconde, su brillo desaparece y deja al mundo sumido en la más profunda oscuridad.
— ¿De veras que hay noches en que se esconde la luna? —se sorprendió la pequeña.
— ¡Que sí, mi niña! —continuó explicando la abuela—. La luna cambia constantemente. Hay veces que crece y otras que se hace pequeña. Hay noches en que es enorme, de un color rojo, y otros días en que se hace invisible y desaparece entre las sombras o detrás de las nubes. La luna cambia constantemente y no siempre brilla con la misma intensidad. En cambio tú, pequeña luciérnaga, siempre brillarás con la misma fuerza y siempre lo harás con tu propia luz.
La pequeña luciérnaga se quedó asombrada ante las explicaciones de la abuela. Nunca se habría podido imaginar que la luna fuera tan variable que brillaba o que se apagaba según los días. Ya partir de entonces, la pequeña luciérnaga salió cada noche del interior del gran lampati para salir a volar con su familia y sus amigos. Y así fue cómo la pequeña luciérnaga aprendió que cada uno ha de brillar con su propia luz.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)
"MUÑECA DE TRAPO"
"Muñeca de trapo,
bella cuando era nueva
hoy tirada en un rincón
con lazos descoloridos
ojos de un triste mirar.
¿Quién en ese estado te dejo?
¿Quién tu belleza no supo valorar?
¿Quién te dejo tirada en un rincón?
¿Quién rompió tu corazón
muñeca de triste mirar?
Vestida de tul raído por el uso
mejillas coloradas,
aun estando abandonada
quizá por vergüenza
de estar botada en un rincón.
Ya tu dueña te dejo
por otra muñeca nueva
¿De qué sirve quejarse
del destino que te toco?
¿muñeca de triste mirar?.
Esa era la queja de una muñeca de trapo, cuando vio que su dueña la cambio por una muñeca nueva y la dejo en un desván, era una muñeca de ojos verdes y una mirada que destrozaba el corazón, tenia las trenzas desechas, el vestido sucio, descalza pero aun así conservaba su belleza. Pero pasado los años, cuando su dueña, que ya era toda una señorita, al limpiar el desván la encontró y recordó lo feliz que fue con aquella muñeca, dijo: ¡Así como yo fui feliz contigo, así que sea feliz otra niña!, la tomo entre sus manos , lavo a la muñeca, la peino y le puso lazos nuevos en sus trenzas, cambio el vestido viejo por otro nuevo y le puso zapatitos de gamuza. La llevo a un orfelinato para donarlo, pasado un tiempo en el cumpleaños de una niña abandonada, fue envuelta en papel de regalo, la muñeca quedo a oscuras hasta que escucho la voz de su nueva dueña, una niña inocente de cinco años, feliz de tener una muñeca de trapo, desde aquel día la muñeca de triste mirar, tenía el corazón contento porque aprendió que su destino era hacer feliz a las niñas sin importar que cuando crezcan la abandonen en un rincón.
Este cuento es mi aporte a la niñez espero que sea del gusto de ellos. No soy escritora pero es lo que me nace y lo pongo en estas lineas. (Ana Salazar)
Derechos reservados. Si te gusta, puedes copiarlo con el nombre del autor.