Allá por la época de la reina Mari Castaña, existió un rey, de unos siete u ocho años, llamado Bubi I.
Un buen día, ni mejor ni peor que otros, al rey de nuestro cuento se le cayó su primer diente.
Aquello fue un acontecimiento histórico en la corte, todos lo celebraron con alegría y aconsejaron al reyecito que hiciera lo que manda la tradición: colocar el diente bajo la almohada y esperar el regalo a la mañana siguiente.
Así lo hizo Su Majestad Bubi I, puso su diente bajo la almohada y esperó, impaciente, la llegada del nuevo día. Tan nervioso estaba y tanto esperó que, al final, se quedó profundamente dormido. Soñó mil y una historias maravillosas hasta que, de pronto, sintió algo suave que le rozaba la frente. Se incorporó de un brinco, sobresaltado, y allí, de pie sobre su almohada, vio un ratón muy pequeño, con sombrero de paja, lentes de oro, zapatos de lienzo crudo y una cartera roja a la espalda.
- Buenas noches, Majestad – dijo el ratón haciendo una reverencia a la vez que se quitaba el sombrero – Soy Juan Pérez, más conocido por los niños como “El Ratoncito Pérez”.
Bubi I, maravillado, quiso jugar con el pequeño animal y saber porqué recogía, por las noches, los dientes de los niños. Don Juan Pérez, le explicó su trabajo y, al saberlo, el niño rey quiso acompañarlo en su peligrosa misión nocturna.
- De acuerdo, pero antes de salir, debo hacer algo importante – dijo misteriosamente el Ratón Pérez. Y sin más explicaciones, saltó sobre el hombro del reyecito y le metió la punta del rabo por la nariz.
El niño estornudó estrepitosamente y, por un prodigio maravilloso que nadie hasta el día de hoy ha podido explicarse, quedó convertido en el ratón más lindo y primoroso que nadie haya podido imaginar.
- Ahora, ya podemos marcharnos – dijo el Ratón Pérez colándose por un agujero que había debajo de la cama.
Ni que decir tiene que Bubi I le siguió. En su camino, oscuro y peligroso, se cruzaban a cada paso con diminutas alimañas que les pinchaban y mordían.
Después de un largo viaje por tuberías y alcantarillas, llegaron a una confitería que olía a gloria. Allí, en una caja de galletas, estaban la Señora de Pérez y sus hijos. Aquella era la casa del Ratón Pérez.
Hechas las presentaciones y, tras tomar un trozo de gruyere, nuestros dos ratones continuaron su aventura, pues aún tenían muchos dientes que recoger.
Caminando, caminando y, sin darse cuenta, fueron a para a la cocina de Gaiferos, un gatazo enorme que ¡gracias a Dios!, estaba dormido, por lo que pudieron escapar sin mayores problemas.
Llegaron luego a la buhardilla donde vivía Gilito. Era aquel un hogar muy frío y muy pobre, dónde no había más muebles que una silla, un cesto de pan vacío y una cama el la que dormían abrazados Gilito y su madre. ¡Qué alegría se llevarían a la mañana siguiente cuando, en lugar del diente de Gilito, encontrasen una moneda con la que comprar algo de comida!.
El Ratón Pérez y el reyecito convertido en ratón, continuaron toda la noche visitando las casas de muchos niños y niñas hasta que, al amanecer, regresaron al palacio de Bubi I. El Ratón Pérez volvió a meter la punta de su rabo en la nariz del pequeño rey y, este, volvió a transformarse en niño. Pero ya nunca más fue el mismo de antes. En su extraordinario viaje, el rey Bubi I descubrió que había niños y niñas muy diferentes a él, que pasaban hambre y frío, y, a partir de entonces, decidió compartir sus riquezas con todos ellos.
Y, colorín, colorado, la historia del Ratón Pérez se ha acabado.
Temía, pero ahora...
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Temía estar sola,
hasta que aprendí
a quererme a mi misma
Temía fracasar,
hasta que me dí cue...
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