viernes, 26 de noviembre de 2010

"EL SASTRE Y EL ZAPATERO"

Hubo un sastre cerreño que por escasez de clientes y la implacable competencia, había caído en la desgracia de deberle a medio mundo. Por más que se esforzaba, no podía cancelar sus deudas que cada vez eran más cuantiosos.

Un día, como fruto de sus desesperadas meditaciones, llegó a una determinación que a su juicio, le salvaría de la cárcel. Llamó a su mujer y le dijo:

- Mira mujer, como le debo a todo el mundo y no le puedo pagar, será mejor que me haga el muerto, entonces todos mis acreedores me perdonarán y así viviremos sin deudas. Para que todos lo crean, sal a la calle y grita desesperada.

Cumpliendo con lo dispuesto, la mujer echó a lamentarse a grito pelado de la “muerte” de su esposo. Tan convincente y dramática era su actuación, que la mayoría de vecinos la consolaba y le decía que no se preocupara, que le perdonaban sus deudas, pero entre estos vecinos, había un zapatero cojo que decía a voz en cuello:

- ¡A mí, me debe medio real y no le perdono!. Nosotros los yanacanchinos somos así… ¡Usted tendrá que pagarme!…

Por la noche, como era costumbre en aquellos tiempos, llevaron al muerto a la iglesia de Yanacancha hasta el momento de darle sepultura en el campo santo contiguo. El sastre iba amortajado e inmóvil en la caja, satisfecho por lo bien que le había salido el embuste y más aún, pensando en el susto que se llevarían los acompañantes cuando se levantara del ataúd como que estuviera resucitado.

Dejaron la caja en la iglesia y al rato apareció el tozudo zapatero que rengueando y enojado destapó la caja del féretro gritándole al sastre:

- Mira sastre de los demonios, si no me pagas mi medio real, te condenarás…¡Así que págame lo que me debes!. Dame mi medio real, maldito!… ¡Dame mi medio real!.

A esa hora de la noche que se encontraba vociferando el zapatero rengo, oyó que abrían las puertas de la iglesia. Presa del terror, venciendo su cojera, fue a esconderse al confesionario más próximo. Los que habían ingresado, era un grupo de ladrones que querían hacer el reparto de su botín. El jefe de los malandrines, dijo:

- Aquí hay cinco montones de monedas de oro que hemos robado. Como nosotros no somos más que cuatro, el quinto montón se lo llevará el que le dé un bofetón al muerto que está en la caja.

Todos callaron respetuosos, pero el más pequeño del grupo, acercándose al difunto, dijo:

- Yo le voy a dar no sólo uno, sino que por ese montón de oro, voy a propinarle tal cantidad de cachetadas, que todo el Cerro de Pasco lo va a escuchar. Llegó a la caja, levantó la mano dispuesto a cumplir lo prometido, cuando el sastre se incorporó de súbito y sentándose violentamente, gritó:

- ¡ Ayúdenme aquí difuntos, que tengo mis cuatro puntos!

El zapatero que estaba agazapado en el confesionario, voceó la respuesta con todas sus fuerzas:

- ¡Aquí vamos todos juntos!…

Al oír los desaforados gritos, los ladrones echaron a correr despavoridos dejando tiradas todas las monedas de oro sobre la mesa del muerto. Pasado un momento, el sastre dividió las piezas en dos partes iguales; una le dio al zapatero y otra se quedó él. Ya iban a marcharse contentos, cuando el zapatero se acordó de la deuda del sastre y decidido a cobrarle comenzó a reclamar.

- ¡Dame medio real!…¡Dame mi medio real!…¡Me lo debes!

Los ladrones ya cerca del Cerro de Pasco, se detuvieron cansados mientras el jefe manifestaba:

- Parece mentira que nosotros, los más valientes y más famosos bandoleros de estos lugares, hayamos huido de unos finados… ¡Que vaya uno a la iglesia a averiguar qué es lo que está pasando!

Uno de ellos cumplió con la orden y al llegar a la puerta acercó el oído y escuchó los gritos desaforados que decían:

- ¡Dame mi medio real!…¡dame mi medio real!.

El ladrón dio media vuelta, huyó a todo correr temblando aterrorizado como una hoja y casi sin aliento, le dijo a sus compañeros:

- ¡Vámonos!…¡Vámonos pronto!…que la iglesia está llena de condenados. Son tantos que en el reparto de las monedas de oro a cada uno le corresponde medio real… ¡imagínense cuántos serán!.

En cuanto hubo terminado de hablar atropelladamente, los malhechores emprendieron rápida huida.

El zapatero y el sastre vivieron contentos por el resto de sus días habiendo pagado sus deudas, inclusive el medio real.

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