Erase una vez un pequeño abeto. Solo, en el bosque, en medio de los demás árboles cubiertos de hojas, el sólo tenía agujas, nada más que agujas.
El siempre se quejaba de que todos los demás tenían hermosas hojas verdes, una noche deseo tener hojas de oro para poder dar envidia a los demás. A la mañana siguiente se despertó cubierto de las hojas que tanto había deseado y se puso loco de contento, todos sus vecinos se pusieron a comentar lo guapo que estaba con sus hojas de oro. Un ladrón que estaba por el bosque lo oyó y esa misma noche fue y le arrancó las hojas sin dejar ni una.
A la mañana siguiente el abeto se vio y se puso a llorar desconsolado y a pensar que lo mejor era que hubiese pedido sus hojas de cristal bien brillante. A la mañana siguiente el abeto estaba resplandeciente, su deseo se había cumplido y en todo el bosque no se hablaba de otra cosa. Pero esa noche hubo una tempestad y el viento sacudió las hojas con tal fuerza que todas se rompieron y el pequeño abeto volvió a pasar un mal rato. Pensó que lo que de verdad quería era tener hojas de un bonito color verde, igual que sus vecinos y al igual que los días anteriores cuando amaneció tenía las hojas más verdes de todo el bosque y sus vecinos le felicitaron, sólo había un problema, como el abeto era muy pequeño y una cabra y sus hijos acertaron a pasar por allí y se comieron todas sus hojas.
El pequeño abeto, desnudo, frío y triste lo único que deseaba era ser como siempre había sido, al día siguiente se despertó con sus agujas y su aspecto habitual. Nada mas verse se puso contentísimo y se echo a reír y a llamar a sus vecinos que se alegraron mucho de verle tan feliz.
A partir de entonces el pequeño abeto no volvió a quejarse de su suerte.
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