domingo, 14 de noviembre de 2010

"EL SUEÑO DEL PONGO"

Un hombrecito se encaminó a la gran casa-hacienda. Iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente,

era pequeño, débil, y sus ropas eran viejas. El patrón no pudo contener la risa al verlo:

--"¿Eres gente u otra cosa?", le preguntó delante de todos.

Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie y no contestó.

--"Por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas manos que parecen que no son nada. ¡Llévate a esta inmundicia!", ordenó el mandón de la casa-hacienda.

Arrodillándose, el pongo le besó las manos y humillado lo siguió hasta la cocina.

El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. "Es hijo del viento, de la luna", decía la cocinera.

El hombrecito no hablaba con nadie, trabajaba y comía callado.

"Sí, papá; si mamacita", era lo único que solía repetir. El patrón lo despreciaba.

Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo, delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un pellejo:

-Creo que eres perro, ¡ladra!-le decía.

El hombrecito no podía ladrar.

-Ponte en cuatro patas- le ordenaba, entonces.

El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.

-Trota de costado, como perro- seguía ordenándole el hacendado.

El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.

El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.

-¡Regresa! – le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.

El pongo volvía, corriendo de costadito. Llegaba fatigado.

-¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! – mandaba el señor al cansado hombrecito. Siéntate en dos patas, empalma las manos.

El pongo imitaba exactamente la figura de estos animalitos, cuando permanecen quietos como orando en las rocas. Pero no podía alzar las orejas.

Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor.

Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto; y lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos.

Pero una noche, cuando el rezo estaba repleto, el pongo habló:

--"Señor -dijo ante el asombro del patrón- soñé que habíamos muerto y que aparecíamos desnudos ante San Francisco".

El amo, curioso, lo conminó a seguir:

--"Luego nos examinó -añadió el pongo- pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos, ordenó:

"que el ángel más bello venga, junto con otro menor, quien traerá una copa de oro llena de la miel de chancaca más transparente".

--"¿Y qué pasó?", pregunto el patrón.

--"San Francisco ordenó que el ángel mayor te cubriese con la diáfana miel; y apareciste como si estuvieras hecho de oro puro... luego, llamó al ángel más feo y viejo, quien trajo un tarro con excremento humano, ordenándole que unte mi cuerpo con las heces".

El patrón se sintió feliz y exigió el final.

--"Entonces, él volvió a mirarnos y dijo esto: Ahora lámanse el uno al otro!, despacio y por largo tiempo. Y el viejo ángel rejuveneció, sus alas recuperaron su color y su fuerza. Y el santo le encargó vigilar que su voluntad se cumpliera".

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