lunes, 8 de noviembre de 2010

"EL CABALLERO CARMELO"

Un día, después del desayuno, vimos aparecer a Roberto, nuestro hermano mayor que después de mucho tiempo regresaba luego de largas aventuras en otros pueblos. Cargado de regalos desempaco las maletas y nos entregó las ofrendas.

Un hermoso gallo de casta destacaba entre los presentes, ya libre agito sus alas y cantó :

__"¡Cocorocooooo!".

Así entró en casa este amigo íntimo de nuestra infancia, cuya memoria perdura en nuestro hogar como una sombra alada y triste : ¡EL CABALLERO CARMELO!

Una tarde, mi padre nos dio la noticia, había aceptado una apuesta. El Carmelo iría a pelear con otro gallo, más fuerte y más joven que él : El Ajiseco.

El Carmelo en aquellos tres años, que estaba en casa, había envejecido y perdido el reflejo de sus días juveniles, sin embargo nada podría impedir el mortal combate. ¿Porqué aquella crueldad de hacerlo pelear?

Llegó el temible día. Todos en casa estábamos tristes: "¡que crueldad!" dijo mi madre y mis hermanos lloraban . Llegó un preparador y le pusieron navajas y entrenaron al Carmelo, la hora de la agonía se acercaba. Las apuestas se sucedían vertiginosamente, el favoritismo recaía en el vertiginoso Ajiseco quien se suponía infinitamente superior al viejo campeón.

El Ajiseco dio la primera embestida. Los primeros embates fueron parejos, pero lentamente el Ajiseco iba ganando terreno. Un hilo de sangre corría por la pierna del Carmelo. Estaba herido.

Las apuestas crecían a favor del Ajiseco, todo hacia prever que el Carmelo estaba perdido. Siguieron las alternativas de la feroz pelea y cuando todos creían que el Ajiseco daría muerte al antiguo gladiador pues el Carmelo había rodado al piso casi sin aliento, renació el espíritu del guerrero, el noble gallo de pelea acordándose de sus viejos tiempos atacó furiosamente jugando el todo por el todo, el Ajiseco rodó por tierra y ante el asombro de los espectadores enterró el pico.

Todos felicitaron a mi padre, el triunfador Carmelo caía desfalleciente luego de su heroica victoria, corrimos a socorrer a nuestra mascota echándole aguardiente bajo las alas.

Dos días estuvo sometido a todo cuidado. Le dábamos maíz, pero el pobrecito no podía comerlo ni incorporarse. De pronto se levantó, abrió sus alas de oro y cantó; estiró sus patitas escamosas y mirándonos amoroso, murió apaciblemente.

Echamos a llorar, así pasó por el mundo aquel amigo tan querido de nuestra niñez: "¡EL CABALLERO!".

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